Destinos – Pablo Suárez

Catálogo de la exposición individual de Pablo Suárez en Galería Ruth Benzacar, Año XXXII, Exposición Nº 8. Buenos Aires, 5 de noviembre al 6 de diciembre de 1997

Alguna vez Goya escribió que el sueño de la razón produce monstruos para referirse a las fisuras del Iluminismo, en ese entonces la modalidad del pensamiento en Occidente. Los monstruos de antaño hoy se han reproducido a una velocidad inimaginable. En este fin de siglo son engendrados por una sociedad demencialmente absurda y contradictoria, que se empeña en clasificar la naturaleza y el arte bajo la  óptica del pensar calculador, e intenta explicarlo todo como un certificado de comprensión inmediata. La exigencia de un marco teórico preciso para aprehender los fenómenos artísticos han convertido  lo que alguna vez fue concebido como una fiesta del pensamiento, inefable e inaugural, en un problema a resolver. Una nueva “inteligencia” artística que hoy se maneja con estrategias y modelos, organiza  megaexposiciones en las que nadie entiende muy bien de qué se trata, con artistas que  ilustran la orden del día sin saber tampoco muy bien de que se trata, buscando, tal vez, el minuto de celebridad tan anhelado que promueve el exhibicionismo massmediático de este fin de milenio. “Un ejército de seres pequeños que hormiguean para construir su mínimo destino en la ruinosa sombra de un modelo, habitualmente ajeno”, escribía Suárez en Un tema para mi pintura , en 1988. 

Su obra actual insiste en la recurrente temática de los destinos, desde los más miserables hasta aquellos heroicos y románticos, como un panorama del conflicto elemental de la condición humana, que yace inerme frente a la posibilidad de hundirse en el fango y permanecer en él o encauzar la lucha solitaria de elevarse por encima de la voluntad individual para alcanzar la gracia de un destino trascendente. La obra de Suárez  es como una morada, en la que uno se reconoce al encontrar al mismo artista que  a lo largo del tiempo ha ido manteniendo una respuesta única y personal frente a los temas que le preocupan. La actitud declamatoria, con un tono por momentos profético, pervive en su obra actual como un eco  lejano que atraviesa el pasado y se instala en el presente. En este sentido, es notable la vigencia que aún tienen algunos postulados de  la carta de renuncia al Instituto Di Tella, presentada por el artista como una obra, el 13 de mayo de 1968, en la que entre otras cosas,  ya vislumbraba la figura del oportunista, cuyo dudoso futuro auguraba. También hablaba de la libertad individual como la única forma posible de crear una obra auténtica, en aquella frase premonitoria y final, como el canto del cisne anterior al derrumbe.”Nadie puede darles fabricado y envasado lo que está dándose en este momento, está dándose el Hombre. La obra: diseñar formas de vida”. Pero si en aquellos años la coyuntura histórica reclamaba la disolución de la obra en la praxis social, hoy Suárez está convencido de que es necesario recuperar el objeto artístico y cargarlo de pathos, de una intensidad desbordada  como una salida posible para que el arte vuelva a convertirse en un arma cargada de sentido. Un vehículo que posibilite el encuentro con la mirada del espectador para permanecer en él, que se convierte entonces en el testigo mudo de una memoria relegada a un pensamiento compartido.

La figura del trepador social es un paradigma dentro de la producción del artista. Desde sus cuadros de los años ochenta, donde estos seres luchaban por el dificultoso ascenso, para comprobar el engañoso malestar que produce la llegada a la cumbre y la inevitable caída. La velocidad del ascenso es directamente proporcional a la del descenso, para estos personajes que aspiran al exitismo fugaz de una cañita voladora. Reflexionando sobre los avances de la ingeniería genética, el artista propone una serie mejorada del trepador, que metamorfoseado por medio de la manipulación de la nueva tecnología científica, puede ahora optimizar sus mecanismos para acelerar el proceso. Estas criaturas, retratadas de manera burlona se enmarcan dentro del fenómeno de la corrupción generalizada. Pero es la corrupción que abarca no solamente el plano económico y político de los acomodos, las coimas y los negociados, sino también el conjunto de pequeñas y mezquinas prácticas cotidianas que predominan en algunas relaciones interpersonales y que conllevan una dosis de tácito consentimiento o, lo que es peor, una fingida indiferencia.

Como una contracara de estas figuras, Suárez memora la existencia de algunos hombres heroicos, marcados por lo fatal de un sino irrevocable, con el valor del espíritu que no se quiebra. Siempre hay un margen que se sustrae a toda determinación racional, que señala los límites del conocimiento, y el ingreso en el terreno de lo incierto, donde habita lo sagrado. Con un romanticismo trágico, estos hombres se entregan al poder de las fuerzas titánicas de la pasión, luchando con fe absoluta, ungidos por el conocimiento previo de una verdad revelada. El Hijo del Hombre carga su pesada cruz siguiendo un camino que ya fue trazado y al que no puede renunciar. Y aunque el sentido se oculte a los ojos de los profanos, el Bautista yace arrodillado sosteniendo su propia cabeza cercenada, como una premonición de su muerte. Y aparecen otras muertes como la del Chacho Peñaloza, y otros destinos, menos heroicos y más patéticos. Tal es el caso del Pretty Boy González, atado  implorante y semidesnudo a un poste, rodeado de basura como un San Sebastián del subdesarrollo.  Con la libertad formal que lo caracteriza, Suárez se mueve de manera flexible por distintos lenguajes de la historia del arte para tratar de generar un discurso eficaz. Toma rasgos realistas de la imaginería policromada española, junto con explícitas referencias al grotesco  y a ciertas estéticas rioplatenses que lo ligan con la tradición de artistas como Molina Campos y Antonio Berni.

Tal vez el desencuentro de un gran amor sea también un destino memorable, guardado como un plagio resignado en el cajón de las causas derrotadas, o  grabado, quizás con dos iniciales dentro de un corazón en la corteza de un árbol raquítico. Acaso emulando de alguna manera  el rito insoportable de la espera.

“Hay quienes afirman que el destino del hombre está predeterminado y escrito en las líneas del grabado que cruza su mano”, escribe el artista en otra de sus obras, para quien el arte es una gracia.

Y así se suceden todos los personajes de esta muestra, con destinos que se mezclan y se bifurcan, con talentos grandiosos o abyectos, abatidos por una marcha que no puede ser retrasada y en la que todos se encuentran absortos en la misma entrega de la ceremonia perpetua.

POR LAURA BATKIS