El amor según Lorena Guzmán

Prólogo del catálogo de la exposición de Lorena Guzmán en Galería Vasari, Buenos Aires, 12 de junio de 2007

Lorena Guzmán empezó a exhibir sus trabajos hace 10 años, siguiendo la normativa de la “contemporaneidad” que habitualmente se espera de la gente joven. Hace dos años, con una madurez infrecuente, Guzmán decidió diseñar su propio modelo de vida animándose a expresar la honestidad de sus deseos privados mostrando su postura crítica frente al preconcepto acerca de la definición de lo artístico. Sus esculturas de apariencia clásica, ponen en cuestión el descrédito que la noción de “belleza” tuvo en los últimos años. Desde que el genial Marcel Duchamp decidió abandonar la pintura para realizar sus ready made y con el avance de las instalaciones realistas que denotan el malestar generalizado del mundo actual, comenzó a propagarse un malentendido frente al sentido común de lo que nos conmueve a todos, como si fuera menor por no ser inteligente emocionarse al contemplar la belleza. Guzmán plantea que la inmaterialidad del arte conceptual y el trash art son parte del mismo mundo, pero elije la vertiente clásica y figurativa, una opción que marca la diferencia al aproximarse a las formas tradicionales para revisar los mitos clásicos. Una especie de “operación rescate” que los saca del olvido, confrontando lo atemporal con la novedad de lo pasajero. Muy lejos de los procedimientos en serie, la artista trabaja cada obra con una técnica impecable que revaloriza el trabajo demorado de ese tiempo del arte, que en la Grecia antigua se representaba por dos dioses, Cronos y Kairos. Cronos es el tiempo que en la actualidad marca el reloj, la velocidad de la tecnología y la demarcación del trabajo y las actividades sociales. Kairos, en cambio, es el tiempo sin tiempo del arte, del amor, de lo onírico y de la imaginación. Guzmán se opone a la presión voraz que se impuso en la producción artística y decidió tomarse un año para trabajar en esta muestra que hoy presenta. 

La artista copia, modela, y lija sus esculturas hasta el límite de lo imposible, con la verosimilitud de un artista del siglo XVI. Sin embargo, transgrede la actitud mimética, revisando aquellos mitos de antaño y recreando una mitología personal, donde el desvío de la norma es parte fundamental del sentido de sus obras. 

La antropofagia del amor pasional que consume y devasta es la idea primordial que recorre el relato de su muestra. A partir del mito de “Iquelo”, una niña duerme en una posición fetal, sin advertir que la serpiente que la envuelve está a punto de devorarla. Guzmán congela en esa imagen el momento previo al desencadenamiento de la tragedia, insinuando las asociaciones ligadas con la muerte y el deseo en el canibalismo de la relación amorosa. 

La artista recupera el objeto artístico y lo carga de pathos, de una intensidad desbordada como una salida posible para que el arte vuelva a convertirse en un arma cargada de sentido. Un vehículo que posibilite el encuentro con la mirada del espectador para permanecer en él, que entonces se convierte en el testigo mudo de una memoria religada a un pensamiento compartido. Revisando la mitología, en otra escultura “Judith” sostiene la cabeza de Holofernes, citando la cabeza del Bautista de la pintura de Caravaggio con Salomé. Una vez más, Guzmán revisa ese lado oscuro del deseo humano que enceguece y acciona pulsiones tanáticas para poseer contra todo destino, el trofeo de un amor no correspondido. Desde Caravaggio hasta Falconet, el arte ha representado la figura de Cupido como un amor amenazante que al tirar sus flechas hiere y desangra. La intensidad de la narración en todos sus trabajos es distanciada mediante la monocromía del blanco, para no sobrepasar la delgada línea de un barroquismo aplacado por el clasicismo de sus imágenes blancas, que remiten a la escultura griega pero con metamorfosis absurdas que convierten estos trabajos, por momentos, en objetos bizarros. Como la cara de Judith, que es un autorretrato de la artista niña, quien declara “Me hubiera gustado ser niña para siempre” para quedarse en ese lugar de la inocencia antes del dolor de la pérdida por la expulsión del Paraíso. 

Lo monstruoso como contrapartida de los miedos de la infancia, aparece en su “Baco sobre una tortuga”, que cita de la escultura homónima de Valerio Cioli en el Jardín Boboli en Florencia (siglo XVI). Sus referentes parten de las gárgolas y pinturas medievales (Petrus Christus entre otros), las esculturas de Bernini, Canova y su “Psique reanimada por el beso del amor” (1787), los prerrafaelitas (Waterhouse y Millais entre otros) o su versión de “Galatea” citada de Rafael, reactivando mediante esta iconografía antigua contenidos nuevos. Retoma la imagen figurativa por la capacidad de comunicación inmediata con el espectador. Recurre a imágenes que en sí mismas tienen un potencial evocativo por la carga semántica que arrastran en la historia del arte. Guzmán se asienta en la vertiente romántica del simbolismo, usando el arte para evocar mundos imaginarios, recreando mediante arquetipos y símbolos una iconografía emocionada que permita activar el sentido metafórico del hecho artístico. 

La androginia como superación de opuestos y la idea totalizadora de un amor sin la diferenciación de género masculino-femenino, se vislumbra en su versión de “Flora”, que florece mientras duerme en un cuerpo adolescente.

Y la culminación perfecta del amor platónico que el filósofo griego expresó hace 26 siglos en “El Banquete”. La felicidad inaugural del amor en el encuentro del alma gemela, esa parte de uno mismo que los dioses separaron para castigar el desenfreno de la hybris (pasión desbordada) condenando al hombre a buscar eternamente esa otra mitad especular de uno mismo. La artista expresa de manera impecable este concepto en las figuras yacentes de “Hermes y Afrodita” que como dos siameses están unidos por la cabeza, mientras el niño se masturba y la nena goza placenteramente la penetración del dedo del chico en su boca. Una metáfora que alude a esa idea del amor que implica sexualidad y erotismo que enciende el deseo que proviene de un estímulo mental compartido. De esa sublimación ideal de encontrar en el otro la armonía perfecta entre cuerpo y mente. 

La imagen, como todas sus obras, es asimismo inquietante porque hay un margen que se sustrae a toda determinación racional, que señala los límites del conocimiento y el ingreso en el terreno de lo incierto, donde habita lo sagrado. 

Así arma este santuario personal con sus deidades paganas, acumuladas como objetos rituales de una devoción privada.

Las obras de Lorena Guzmán circulan en el límite donde la estética se acerca a la transgresión, pero sin desdeñar una clave poética que atraviesa toda su producción, que se vislumbra en ese lugar inquietante donde la belleza y el horror se complementan en una perfecta armonía. 

POR LAURA BATKIS