El escaso margen – Pablo Suárez

Prólogo del catálogo de la exposición “El escaso margen” de Pablo Suárez en la galería Daniel Maman Fine Art. Buenos Aires, marzo de 2004

Hay un ejercicio del boxeo que consiste en golpear la propia sombra, una práctica solitaria en la que el contrincante es uno mismo, esquivo e inasible. Uno imagina a Pablo Suárez como el boxeador de la obra “Haciendo sombra”, pero también al otro boxeador que luchaba contra “El enemigo invisible”.

Suárez es un blanco móvil, que intuye el palpitar del mundo desde la otra orilla. Desde ese lugar de ajenidad observa con agudeza este mundo con un  tono que atraviesa el arrebato, la ira, el humor , el desgarramiento del dolor pero también- y de manera más evidente en esta muestra- , se escucha una voz urgente de la que surge su incontenible esperanza de reivindicar lo humano. 

Destinos, Resistiendo y Exclusión fueron tres momentos en su producción de la última década que anticipan el Escaso margen de esta exposición. Suárez asume con una mirada compasiva el desolado paisaje del espíritu de una época. El nuevo siglo XXI que nació ya Nocturno y desamparado.

La muestra es una sucesión de situaciones narrativas que se materializan visualmente como escenas de una película fija. Un film en el que se diseña el perfil de un paisaje social que permanece en penumbras. El universo lateral de las vidas silenciosas, las vidas pequeñas, oscuras, las que no aparecen en la televisión ni son noticia en los periódicos. La inmensa mayoría que mansamente acepta realizar los esfuerzos aún más miserables para sobrevivir. 

El artista se consagra a escuchar la demanda de los que viven en la desnudez humillante del desarraigo y empiezan a llamar sordamente pidiendo otra vida desde el escaso margen de las tinieblas. 

La inclusión social es un privilegio para pocos. Parodiando la estatuaria del siglo XIX, con una base que parece granito, está el homenaje al nuevo prócer de este siglo: “El Monumento al mendigo”, el hombre suplicante que ruega pidiendo un milagro. Devastado moralmente por la imposibilidad de todo, implora un terreno de pertenencia para no terminar cayéndose del mundo.

Nacerá con un pan bajo el brazo o Dios proveerá se convirtieron en frases populares difíciles de creer. “Poca fe”, como dice el artista con su instalación del hombre caminando por el filo mientras se va desangrando pero que continúa haciendo equilibrio porque hay que seguir, aunque duela, aunque sangre, aunque el espectáculo sea degradante. El mendigo es emblemático porque el margen de la mendicidad se ha desplazado, la sociedad toda se fue corriendo acercándose a la realidad del pauperismo más desesperado. 

Suárez da pantallazos en obras muy compactas de situaciones que plantean el deterioro moral del nuevo orden mundial. En este sistema globalizado comprobamos que los avances de la informática son inversamente proporcionales a la calidad de vida. El mendigo y el que va a la pesca – no ya como un deporte sino para poder comer-  conviven en este carnaval circense con “El cucaracha”, que se arrastra por una pared inclinada. Uno se imagina a estos hombres cucaracha con su rutina de cazadores mediáticos, pululando, mientras hablan por sus minúsculos teléfonos celulares. Los que “te llaman en 5” porque “entró otra llamada”, y confunden acción con movimiento, sin siquiera percibir el papelón de la inminente caída. Todos juntos, los miembros de la corte y los mendigos. Finis Gloria et Mundi, aquí terminan las glorias del mundo.  Estos son, pasen y vean, los nuevos predadores, que exhiben con total impudor sus “Trofeos de Guerra”. Cabezas humanas sobre bases de un color violeta, cercano al morado de las cintas florales de las funerarias.  Mundo extraño y atroz. El perro se contenta con su hueso sin advertir que está encerrado. Prisioneros de un trabajo que apenas alcanza para pagar cuentas que nunca llegan a saldarse, hacemos el desproporcionado esfuerzo de llevar el pan a la mesa.

¿Felicidad, placer, goce? No, el deseo es un valor poco rentable en el escaso margen. Para que la maquinaria funcione, el predador nos necesita derrotados por el gran Miedo. El contacto produce pánico y otras nuevas enfermedades del alma. Miramos lo que sucede en una pantalla, y al salir de nuestro pequeño metro cuadrado algo no funciona. Entonces se enciende la inquietante tensión interior. Ese vértigo de intolerable orfandad, porque sentimos que lo que vemos no coincide con lo que se nos muestra. La representación de la realidad pasa a ser la realidad misma. Pongamos la escalera y busquemos la salida de emergencia. El viaje exige un hombre que aún no esté enjaulado. 

El escaso margen antes estaba poblado por menos individuos. Hoy ese umbral de la sombra no es visualizable. Como el tren fantasma, como el chico que hace malabarismos frente a los autos, el médico de la guardia, el profesional que ya no puede acceder a la salud de una obra social. 

El hombre de hoy se va convirtiendo en una silueta, el boceto de un dibujo apenas, seres anónimos, delgados y livianos, de poca presencia, dominados y dominables por el entorno. Un entorno que se los devora, como en “Sopa de pobres”. El cuadro de Giudici (“La sopa de los pobres”, 1884) es un detonante paródico de un diálogo que se contrapone en la manera de enfocar la temática social en ambos artistas. Suárez elimina toda anécdota literaria y sentimental para señalar de modo crítico que ahora el pobre es un ingrediente de la dieta de los ricos, hirviendo entre fideos en una cacerola apoyada sobre un anafe. 

El artista toma libremente todo el repertorio de la cultura occidental desde la iconografía romántica, pasando por la estatuaria decimonónica, y una enorme cantidad de citas de la cultura ilustrada pero traducidas a un lenguaje coloquial, con recursos de la parodia y el grotesco para calibrar el matiz popular de su mirada testimonial. Se mantiene en una zona de frontera entre el arte y la vida, porque se ubica en la esfera de lo extra artístico tomando rasgos de la cultura cómica popular de las fábulas de Esopo, la ironía y la burla, sin desdeñar los recursos de la llamada alta cultura. La ambivalencia del humor permite que el artista establezca un juicio sobre la realidad comentada de manera oblicua, con una fuerza regeneradora que provoca en el espectador una reflexión profunda y dramática sobre aquello que en un primer momento le resultaba cómico. 

En esta exposición Suárez es menos declamatorio que en otras muestras. La escultura es más compacta, usa colores más bajos y evita el barroquismo del adorno estridente de antaño. Una medida exacta para delimitar el territorio de un paisaje yermo. 

“Malenka” es el nombre ruso de la tristeza. Una escultura de jardín que define el clima de toda la muestra. La nena convertida en planta realizada con miles de hojas verdes. Inmóvil, nos mira con su flequillito cortado tipo príncipe valiente, las rodillas juntas, la pequeña blusa de manga corta, un brazo apoyado sobre una pierna y el otro sobre su mano. Sentada sobre un cantero de tierra en medio de un parque de césped. Simplemente yace y espera mientras va creciendo su melancolía. 

No hay lugar de fuga porque la salida es acá, como Pablo Suárez trabajando durante un año para ofrecernos esta muestra. Usando el arte como una herramienta cargada de futuro, que nos permita reabrir el diccionario y recuperar el sentido de algunas palabras como piedad, fe, moral y también futuro. 

El cierre de la exposición es un ritual del vuelo. Una danza que realizan los aborígenes de Nueva Guinea para acompañar la migración de las aves, invocando que vuelvan. 

Como siempre, en toda la obra de Suárez hay esperanza, aunque el margen sea pequeño. 

Podemos reclinarnos, unirnos en bandada y emprender el ritual silencioso del regreso. Volver a soñar y recrear las utopías necesarias para seguir viviendo. 

POR LAURA BATKIS