El momento perfecto – Miguel Caride

Prólogo del catálogo de la exposición de Miguel Caride en Galería Daniel Maman. Buenos Aires, abril de 2005

La obra de Miguel Caride es un corpus en el que vida y obra forman parte de una misma cosa. Como un Aleph, cada elemento es necesario para entender el sentido global de toda su producción. Un sentido que se fue construyendo en el transcurso del pausado recorrido del artista.

Si bien se puede dividir su trabajo en períodos, hay algo que atraviesa toda su producción. Y ese algo, inefable y arcano, no es lo que su pintura expresa sino, por el contrario, lo que calla. Más allá de las fronteras de la palabra, del “logos” que articula el carácter esencialmente verbal de nuestra cultura, se encuentran otras modalidades de la realidad. En esa zona se ubica su pintura, donde hay ciertas acciones del espíritu enraizadas en el silencio, acciones que manifiestan una atmósfera de mística silenciosa.

Muy alejado de los ismos y del movimiento vertiginoso del arte del siglo XX, con la voraz sucesión de escuelas y tendencias, Caride optó por un camino clásico, y como tal, solitario e innovador. Justamente en eso radica el rasgo más contemporáneo de su manera, en la conformación de un “estilo Caride”, único y original. Absorbe todas las visiones de época, las que impregna a su pintura en cada momento. Las naturalezas muertas de sus inicios lo vinculan con la tradición cezaneana que vino a la Argentina con el Grupo de París (Berni, Guttero, Butler, entre otros) a través de las enseñanzas impartidas a los artistas locales en el taller de André Lhote en Francia.  Sin embargo, ya en este período inicial, el modelo representado, como en las manzanas, es solo un pretexto para sugerir el clima de un mudo resplandor. Clima que se acentúa de manera notable en el período siguiente, que se inicia con su “Autorretrato” y sigue con una serie de bodegones con botellas, huevos, uvas y jarras. En este momento empieza a conformarse ese estilo personal, un realismo enigmático que comparte un clima de extrañeza similar al que posteriormente tendrán artistas como Ricardo Garabito, las naturalezas muertas de Pablo Suárez, el período realista de Juan Pablo Renzi, junto al pathos contenido de los trabajos de Roberto Aizenberg. 

Su lenguaje se asienta en la tradición moderna. Especialmente en la pintura de entreguerra del siglo XX, cuando, pasado el fervor de la abstracción, el arte recupera la imagen representativa, pero sin desdeñar las innovaciones aportadas por las vanguardias. La metafísica de De Chirico y Morandi, la desolación de las imágenes urbanas de Sheeler que marcaron el estilo del presicionismo norteamericano, y esa melancolía de la pintura argentina de la década del ´30 como en los cuadros de Fortunato Lacámera. 

Caride mezcla una enorme cantidad de información visual en cada cuadro, lo que genera tensiones plásticas dentro de la imagen. En “Cortina roja, huevos, reloj y botella sobre paños y mesa”, la botella está pintada con la obsesión contenida de la pintura del Renacimiento, donde cada brillo y cada transparencia ocupan el lugar protagónico de la escena. El paño rojo como un telón de fondo marca la división espacial en ese género pintado de manera maciza y volumétrica. Atrás, por una ventana o vedutta, el cielo confiere a la escena cierto naturalismo, al igual que en algunos cuadros de Pettoruti, que a su vez remiten a las escenas de interiores de la pintura flamenca. Todo parece indicar que “esto no es lo que se ve” como en los cuadros de Magritte. La colorida paleta con azules turquesa junto a verdes saturados, lo ubican como un artista que podría perfectamente emparentarse con la producción actual de los jóvenes artistas emergentes.

La serie de los frascos se relaciona más directamente con la pintura metafísica de Giorgio Morandi, el grupo I Valori Plastici y el Novecento italiano, que resaltan los valores esencialmente pictóricos de las obras de arte. 

En la década del 40 los trabajos de Caride dejan de tener todo rasgo naturalista. Entonces el artista empieza a pintar sus imágenes interiores, visiones de un sueño eterno que no cesa. “Imagen para un tiempo sin miedo”, “Testimonio de una existencia” entre otras, son obras que lo emparentan con algunos artistas del surrealismo. Los paisajes lunares de Yves Tanguy, la superficie calcárea de Max Ernst (frottage) y también lo ligan a algunas esas “cosas” que haría Rubén Santantonín una década más tarde o a los microcosmos que Emilio Renart construyera en los años ’60 en el Instituto Di Tella, como en la pintura “Tensiones”. 

Los cuerpos metamorfoseados con una ornamentación abrumadora en “El Ángel” o “Del comienzo de los tiempos (El hombre caído)”, parecen emparentar estos trabajos con la iconografía de un Arcimboldo actual, y a El Bosco en los paisajes orgánicos que se derriten y chorrean. 

“Icaro” y “Gestación en el tiempo” tienen ese clima de implosiones astrales usado en las tapas de discos de rock del ’70. Como el lejano latir de El lado oscuro de la luna de Pink Floyd, Génesis y más recientemente los inicios de la música electrónica. “Todo en el uno”, “La noche”, “Consagración” y su “Imagen en el espacio interior”, son obras de un sonido metálico y de un diseño tecno que parecieran haber sido diagramadas en la pantalla de una computadora. 

Mención aparte merecen sus dibujos, que comenzó a realizar en la década del ´30, con el tema de la guerra civil española, un hecho que conmovió a varios pares de su generación, como a Raquel Forner, y que siguió haciendo a lo largo del tiempo hasta la actualidad, como en “Potencia generadora de la vida de la tierra. Seremos parte de la energía inmortal”. Sus dibujos están realizados trazo por trazo, frotando y superponiendo sucesivas capas de grafito y lápiz color, como en “Figura plena de fuerza revolucionaria” y en “Imagen de la fronda”.  Primero coloca la figura y después va despojando la materia hasta dejar una imagen casi fantasmal. En sus “Figuras idénticas a sí mismas” un rostro apenas se vislumbra, como recuerdos de personas que ya no están, victimizadas por las guerras del siglo XX y otras desapariciones. En su Autorretrato, que denomina “Instante decisivo: el valor de seguir al corazón libre”, no es la representación de la imagen sino su evocación. Ya lo decía Walter Benjamin, “No importa la veracidad de los recuerdos sino el fulgor con el que resplandecen”. Curiosamente, una vez más estos dibujos remiten tempranamente a la seriación usada años después por el pop art. Caride dibuja cada una de las imágenes y las coloca una al lado de la otra, como repeticiones de un mismo tema. A diferencia de Andy Warhol, cada trabajo es realizado manualmente, evitando la serigrafía mecánica del artista norteamericano. 

En un primer momento parecen diagramas digitalizados, pero al acercarse a estos dibujos se advierte el trazo, el gesto y la presencia del artista. Una presencia abismal de un mensaje urgente que el artista nos quiere comunicar como en “Inmersión profunda en sí misma”. 

Su obra de los años 60’ tiene sugerentes resonancias con la obra producida en nuestro país en los recientes años ‘90. Sus configuraciones espaciales, y “La vida reclama un lugar”, con estructuras biomórficas, erupciones y rompimientos, tienen rasgos de la psicodelia que se encuentran en las obras de Miguel Harte. 

Más recientemente Caride fue llegando a una depuración casi alquímica en sus “Arquitecturas suspendidas”. Con rasgos del minimalismo, el artista repite estructuras modulares en “Claridad vidente” y “Presencia de lo que falta”. Son monocromos realizados por la superposición de veladuras. 

La idea de repetición, como una liturgia de canto gregoriano o la reiteración de un mantra convierte a sus trabajos en imágenes abstractas de carácter ritual. Tal es el caso de “Ofrecimiento de la luz” y “Primavera”.

La obra de Miguel Caride requiere una contemplación reflexiva y pausada, sin tiempo y sin urgencias. Son imágenes que sugieren una intensidad suspendida, cargada a la vez de sensualidad y ascetismo. 

Hacia esa morada nos embarca el viaje a través de sus obras que nos propone esta muestra. Al lugar del momento perfecto, donde la belleza agónica resplandece de manera inaugural siempre. 

POR LAURA BATKIS