Lucio Dorr

Galería Dabbah Torrejón (Buenos Aires).  Diciembre de 2003. Nº198.

Lucio Dorr (1969) decidió ser un clásico contemporáneo cuando optó por usar  materiales nobles para construir obras perdurables. Sus estructuras modulares son parte de un lento camino que empezó hace un año con profunda concentración. El punto de partida fue un poema de Baudelaire, “Sueño parisiense”. Dorr adopta esa postura de flâneur del escritor francés en sus recorridos por Buenos Aires, paseando sin rumbo y observando las construcciones inanimadas que yacen en la metrópolis. En ese transcurrir se alejó del medio artístico para trabajar en una carpintería y aprender los secretos de la madera y recuperar el “perder el tiempo” del hacer y la manualidad. Trabajando en equipo, en un ámbito muy alejado del taller de un artista, sintió que ese entorno era más real que el del mundo del arte, porque generó un canal de comunicación, pequeño, pero posible, como un aprendiz del Renacimiento compartiendo el  oficio. Así surgieron estos artefactos. Una especie de pista de skate apoyada sobre la pared y los conos de madera enchapada y laqueada que parecen flotar sobre un espejo de agua negra, apoyados sobre quinientos cortes de vidrio serigrafiado. La muestra es una instalación de volúmenes simples cuidadosamente distribuidos en un espacio muy despojado, que provocan en el espectador la extraña percepción de ingresar en un paraíso artificial. Esos objetos inertes tienen la intensidad de un jardín zen, con la fascinación  que provoca la síntesis perfecta entre pensamiento y carga emotiva. La madera está cuidadosamente teñida y laqueada, sin evitar ciertas imperfecciones o variaciones de color. La belleza de estos diseños anula por completo los aparentes errores que el artista deja como rastros de humanidad. El espectador se convierte también en un paseante sin rumbo, y en ese deambular,  atraviesa las  formas orgánicas en madera intercaladas con vidrio que parecen nenúfares,  y se ve reflejado en los vidrios tallados que cuelgan como esmeraldas sobre la pared. 

En la muestra de Dorr los objetos rezuman ese “silencio de eternidad” del poema de Baudelaire. Y el ruido del mundo se detiene cuando el arte se convierte, como en esta muestra, en una experiencia religiosa. 

POR LAURA BATKIS