Luis Benedit – La estirpe del arte

Buenos Aires, 23 de septiembre de 1998. Año 2 – N°64.

Esta semana inaugura una muestra donde exhibe objetos y homenajes. Fiel a su estilo, define la mirada de una raza en extinción. Así ve el país y sus símbolos. 

Luis Benedit ha vuelto. Hace dos años hizo una gran retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes que abarcó desde sus primeras obras informalistas, pasando por la etapa del pop art y las experiencias con animales vivos hasta sus acuarelas recientes. Entre tanto, se separó de Mónica Prebisch, quien fuera su esposa durante 30 años y con quien comparte 5 hijos y 2 nietas. Hoy vuelve a exhibir una muestra en la galería Ruth Benzacar, donde por primera vez presenta muebles y objetos de diseño, o “artefactos visuales” como a él le gusta denominarlos. A los 61 años, ahora alterna sus días elaborando proyectos culturales desde su nuevo cargo como parte del directorio del Fondo Nacional de las Artes, y trabajando en el taller que montó en su chacra de Santa Coloma, cerca de San Antonio de Areco, mientras remodela el departamento estilo art-déco que acaba de adquirir en Paraguay y Reconquista como residencia definitiva.

– Dentro del medio artístico usted es una especie de bacán porteño, siempre impecable, vestido con su saco importado, el tradicional pañuelo en el bolsillo izquierdo y un fular de seda al tono. Digamos que no tiene el típico aspecto de lo que la gente se imagina como un pintor.

– Puede ser. Hasta hace poco tenía el complejo de ser un burgués. Tal vez porque no comparto esa vida bohemia de quedarme tomando vino en un bodegón hasta las seis de la mañana. Mis intereses son muy variados. Puedo comer en una cantina de La Boca o en el restaurante más caro de Buenos Aires. Lo disfruto igual. Y ya no tengo pudor en admitirlo. Hay una deformación popular de que el artista tiene que sufrir y tomar vino malo.

Y a usted le gusta vivir bien…

– Sí. Puedo comer en un bodegón si la comida es buena. También podría vivir en un cuarto con una silla, una mesa y una cama, si fuera necesario. Pero no es lo que elijo. 

¿Le parece que hay un prejuicio de cómo debe ser un artista?

– Sí, algunos colegas niegan todo, diciendo que hay que mirar el cielo desde una hamaca, porque la creación surge sola. Y no es cierto. Todos trabajan, aunque sea en la sombra, y critican a los que lo hacen abiertamente. Cuando yo expuse en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en 1972, un compañero me increpó duramente, diciéndome que no podía aceptar caer bajo el yugo del capitalismo norteamericano. Y le puedo asegurar que si a él lo hubieran invitado, habría ido remando en una balsa. 

Si para la creación no alcanza con mirar el cielo desde una hamaca, ¿qué recomienda hacer?

– Hay que trabajar para armar una carrera de artista, como lo hacen un escribano o un abogado. Y esto implica estar informado, capacitarse para mejorar y elaborar una estrategia para conectarse y vender. Son todos fines supuestamente materiales, pero que están muy bien, es lo correcto. 

También es cierto que como arquitecto usted tiene una carrera profesional paralela.

– La arquitectura me salvó de no estar metido en esa salsa espesa de las expectativas de un artista. Siempre tuve como dos mundos. 

¿Y cómo congenia esta doble vida?

– Ser artista es un estado, no una profesión. Es algo inevitable que te toca. Aunque yo haga otra cosa, el arte ocupa casi todo mi tiempo mental. Cuando entro y salgo del país, donde dice “ocupación” yo escribo arquitecto, porque en este país la actividad artística produce cierta sospecha. Yo eso lo he sentido. También en una familia, el que se dedica a algo cultural sigue siendo el raro del grupo.

– ¿Usted fue el raro de su familia?

– No tanto, porque mi familia era más liberal. Tenía dos tías que habían sido pintoras. Mi padre era abogado, se dedicaba al campo y a la política. Primero fue radical y después, peronista. Él fue uno de los primeros radicales que apoyaron a Perón. Murió cuando yo tenía 20 años, por lo tanto me conoció siendo estudiante de arquitectura, no llegó a verme como pintor, no sé qué hubiera pensado. Le confieso que hasta los 17 años mi única meta era jugar bien al polo. Como no tenía dinero para jugar al polo sin vivir de este deporte decidí estudiar. Entonces ingresé en la Facultad de Arquitectura. Después empecé, un poco por casualidad, a exponer, y me picó el bichito del arte de grande, a los 28 años. Es cuando tomé conciencia de que el arte era un sino, un verdadero placer del cual ya no podía salir. Pero siempre he tenido algo que es bien de raíz burguesa. Esa idea de que la arquitectura es seria y el arte no tanto. No es cierto. Es más bien al revés, pero me doy cuenta que lo tengo metido en los huesos. Un impulso natural me dicta “Tengo que terminar este plano”, y eso me da mucha más responsabilidad que decir “Tengo que terminar esta acuarela”. Reconozco que es una deformación cultural.

– ¿Cuáles son los artistas argentinos que usted considera importantes?

-Berni cada vez me gusta más. No entiendo, en cambio, la dimensión que le dan a Xul Solar. Para mí es un artista menor, una curiosidad. Ves un cuadro y ya viste todos. Me aburre. Prefiero a Pettoruti, tiene más dimensión de artista. Cúnsolo me parece notable. También Victorica y Del Prete. Paparella es otro artista interesante. Se podría escribir una historia paralela del arte argentino que no esté homologada con los modelos europeos, en donde habría que poner, entre otros, a Molina Campos, cuya obra admiro desde hace años. Molina jamás figuró, y entre sus contemporáneos no lo admitieron ni siquiera en un premio de dibujo, porque lo consideraban un caricaturista. En la Argentina hubo artistas notables a los que no se les dio importancia en su momento, fueron muy tempranos. Es el caso de Alberto Greco, Emilio Renart y Vicente Marotta. Los dos primeros se suicidaron, y Marotta murió en el Borda. Me da mucha culpa porque yo era muy amigo de Vicente, y sigo pensando que tal vez lo podría haber ayudado. Para que una obra sea trascendente tiene que estar en el momento y el lugar justo y esto no pasó con ellos. Nacieron en el lugar equivocado. 

– En la muestra de Ruth Benzacar hay algunos homenajes a sus padres.

– Sí, esto es bastante reciente. Mi madre tiene 97 años y le están saliendo 2 muelas. Hice una obra donde inserté la palabra mamá en letras de oro sobre los dientes frontales de la mandíbula superior de un caballo. Y pinté una serie de reinterpretaciones de un cuadro del alemán Max Beckmann, que es el Retrato de un argentino. El personaje está fumando, y la manera de agarrar el cigarrillo es igual a como lo hacía mi padre, y también descubrí que yo cuando fumo repito ese gesto.

También hay un tono autobiográfico en tres obras: un dibujo tomado de Molina Campos de un gaucho a caballo donde reemplazó la cara por su propio rostro; una escultura que parece un souvenir folklórico en la que usted se representa con indumentaria campestre como si fuera un patrón de estancia, y otra más pequeña de plomo en la que aparece vestido con un kimono.

– Son un poco chistes, y tal vez se relacionen con lo que me hubiera gustado ser. Me encantaría tener un campo enorme, como el que yo recuerdo de mi infancia. Japón es un país que me fascina, de hecho tengo varios kimonos que uso cuando pinto, me siento cómodo vistiendo túnicas para trabajar en mi taller.

Hay una novedad: por primera vez muestra muebles y objetos diseñados.

– Yo prefiero llamarlos artefactos visuales, porque son piezas únicas que no están concebidas en serie. Siempre quise hacerlos pero no tenía oportunidad. Tienen una carga artística más allá de su intencionalidad funcional práctica, que también está. Quiero decir que tanto la silla de hueso de caballo como la lámpara realizada con madera de laurel y caparazón de peludo se pueden utilizar como muebles, pero los concibo como obras de arte. Me gusta usar los recursos que tenemos. Mi circunstancia está más cerca de un material como el hueso de caballo que una silla de PVC inyectado.

– Lo que sigue siendo recurrente en usted es el tema histórico. En un momento trabajó con el viaje de Darwin a la Patagonia, la saga de Ceferino Namuncurá; después vinieron las reinterpretaciones de obras de artistas argentinos como Molina Campos y Del Prete, entre otros. En esta muestra hay una gran instalación que se llama “Valdez” con una alfombra de cuero, un espejo roto, y 8 manos de yeso que repiten en idioma mudo la frase inscripta por debajo, donde se lee “guarango”. Resulta llamativa la imagen del uniforme del General Roca reflejada en el espejo. Hay cierta ambigüedad, como cuando puso el fusil usado en la campaña al desierto en una obra llamada “La Patria”. No queda muy claro si usted adhiere o repudia el contenido de esta simbología.

– “Valdez” es un nombre que tomé como un genérico que abarca a toda América, el espejo es por una frase de Octavio Paz, que decía: “América es un espejo roto”, y la idea de guarango es una expresión que me parece una metáfora del fin de siglo en la Argentina. Con respecto al traje de Roca, no me interesa mucho la opinión de la gente, sí me importa que al espectador le pase algo, aunque sea distinto de lo que yo espero, que no le sea indiferente. El uniforme de Roca es una mirada política, y yo tomo partido desde el momento en que lo elijo para ponerlo en una obra. No me importa que el espectador esté a favor de los indios o a favor de Roca. Yo lo tomo de un lado pero no me molesta que el que lo mira lo vea desde otro lado, siempre hablando de signos políticos, derecha, izquierda, nacional, liberal.

– ¿Cuál es ese lado que usted toma?

– Pienso que políticamente la época de Roca es importante, porque es el único momento en el que hay un diseño de país, con el que uno puede estar a favor o en contra, pero que durante varios años, con Roca y lo que vino después, funcionó con una efectividad tal que no hay parangón de crecimiento en la historia mundial.

– Pero está la otra lectura, que es el exterminio de los indios con la campaña al desierto.

– Sí, pero, ¡qué efectividad! Me parece notable la eficacia del diseño. No nos damos cuenta de lo que era la Argentina. Admiro a Roca por su eficacia.

– Por otra parte usted realizó todo un conjunto de obras homenajeando a los yaganes, uno de los grupos indígenas que Roca exterminó.

– Me interesan las dos partes, porque ambas son hechos políticos que conformaron la Argentina. En el caso de los yaganes y de Ceferino quise mostrar cómo desaparecieron los pocos rastros que teníamos. La pregunta fundamental, que es la de Sarmiento, “civilización o barbarie”, es qué hubiera pasado si acá todo seguía como antes, por ejemplo, si no hubiera habido inmigración, ¿qué seríamos? ¿Como Ecuador, más o menos?

– ¿Y cómo es Ecuador? disculpe mi ignorancia.

– Un país de mamacitas, de servicio doméstico, las amantes. Un sector de gente rica y todos los demás, indios pobres.

– Otro personaje histórico con el que ha trabajado es la figura de Perón.

– A Perón no lo tomo tanto como un dato histórico, es más autobiográfico. Está tomado a través de lo que yo sentía, porque lo viví. Cuando mi padre apoyó a Perón fue muy chocante, porque todo el resto de la familia era antiperonista, igual que mis amigos del colegio Champagnat. Entonces para mí era una antinomia. Perón era una preocupación de mi juventud.

– ¿Cuál es su visión hoy frente a ese proyecto peronista?

– Se trata de un proyecto muy complejo. Es un fenómeno fascista, y eso es muy argentino. Éste ha sido un país muy violento y autoritario, y lo sigue siendo. Y Perón contribuyó mucho a la perpetuidad de la casta militar. Pero al mismo tiempo está mezclado con todo un caudillismo de las mejores tradiciones argentinas. Es una mezcla rara y abarcativa, imposible de explicar en Europa.

– ¿Qué otras figuras le interesan? ¿Tomaría a Yrigoyen?

– No. Me simpatiza Alvear.

– ¿Piensa también pintarlo a Menem?

– No, es muy reciente. Él es un producto arquetípico de anhelos populares. Creo que es un presidente absolutamente histórico, más que Alfonsín. La imagen del país en el exterior hoy cambió, y eso es por la eficacia de este gobierno. Le aclaro que nunca lo voté. A pesar de todo lo sórdido que conocemos, Menem tiene, como dicen los franceses un sentido de la grandeur, un cierto sentido imperial, y eso me gusta.

– ¿De qué se arrepiente?

– Lo único que es inmodificable es el pasado. Creo que podría haber hecho mucho más en términos de eficacia con mi carrera artística, me distraje mucho. Como deseo, quisiera poder vender más caro. Tener los precios de Guillermo Kuitca en el mercado. 

POR LAURA BATKIS