Maquillaje – Martín Di Girolamo

Prólogo de la exposición de Martín Di Girolamo en la Galería Ruth Benzacar. Buenos Aires, 9 de agosto de 2000

Martín Di Girolamo empezó exponiendo en los suburbios del under porteño, en discotecas como Ave Porco. Después pasó a la galería del Rojas con una muestra que se llamó “Se los ve bien buenos”. En aquella ocasión, cuando se iniciaba la década del ´90, Pablo Suárez y Marcelo Pombo escribieron en el catálogo de presentación: “Martín es sincero cuando usa esa academia artística y subdesarrollada con las que pinta las diosas standard con una técnica publicitaria y fría de cartel de Lavalle, extraño, vulgar y personal al mismo tiempo. El Kitsch se dilata con la irrupción de este chongo”. En la entrada de una conocida pizzería de la calle San Martín al 900, una de sus chicas , modelada con un realismo inquietante, nos invita desde su desnudez a sentarnos en una mesa.

De a poco, su obra se fue insertando en los ámbitos más institucionales del mundo del arte. El año pasado integró el envío que el Fondo Nacional de las Artes llevó a ARCO, la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid y ahora debuta en la sala de la Galería Ruth Benzacar de Buenos Aires.

Al bajar las escaleras de este bunker subterráneo de Florida 1000, uno se encuentra inmerso en una especie de Casita de las Muñecas de Disneylandia. Las mujercitas de Di Girolamo nos miran como Lolitas que articulan una mueca de provocación despreocupada.    Morenas, blancas, paraditas, recostadas, reclinadas, desnuditas, con tanguitas, semivestidas con  rasos que apenas las cubren y botas de cebra, son como las piezas de  un catálogo coleccionable de chicas a la carta. Muy lejos de los procedimientos en serie de la era Prodaltec y del fast food art, el artista trabaja cada obra con una técnica impecable de artesano obsesivo. Copia, modela, y lija sus esculturas hasta el límite de lo imposible, con la verosimilitud mimética  de un artista del siglo XIX. La solemnidad de un hogar blanco ornamentado con molduras y volutas neoclásicas está enmarcado por figuras en las que sustituye la tradicional mitología grecorromana por escenas en las que Draghixa y Teri Weigel reemplazan a Venus y Danae. La iconografía erótica proviene de verdaderas actrices tomadas de revistas como Penthouse, High Society, Hustler y Cheri. Las nuevas diosas del siglo XXI constituyen otra mitología, la de la fantasía glamorosa de la publicidad contemporánea. Otra serie de esculturas de apenas 50 cm. de altura, llena la sala con la sensualidad casi ingenua de la morocha Kristal Knight o la blonda Jenna Jameson, que sostiene una toalla en su cabeza mostrando la voluptuosidad de unos pechos perfectos, con la marca blanca de la ropa interior que destaca su cuerpo bronceado, apenas vestida con  zapatos de plataformas, un collar alrededor del  cuello y el tatuaje de una flor en su pierna. Dos bustos colocados sobre columnas encarnan los próceres femeninos del sueño argentino: Dolores Barreiro y Nicole Neumann.

En el procedimiento del artista hay una atracción indudable por lo mediatizado, como un revival neopop de los desnudos americanos de Wesselman y los fetiches de Allen Jones. Di Girolamo no trabaja jamás con modelos vivos, tampoco inventa, sino que copia cuidadosamente a partir de una investigación selectiva de imágenes fotográficas. Como un catador de vinos, elige un cuerpo, una postura, y va saboreando  la imagen hasta palpar su presencia. Agudiza la observación de cada detalle, que surge de  la impecable foto de estudio que resalta con luces la tersura de la piel, la composición estudiada para mejorar los cuerpos, los brillos y los dorados. Su punto de partida es el artificio de la producción fotográfica: el maquillaje que oculta las marcas vitales de la percepción cotidiana y convierte la piel en superficies de placer. El artista va manejando sutilmente el tono del discurso. Aplaca la actitud provocativa del relato erótico con el distanciamiento que proviene de la frialdad objetiva de la foto. Enfatiza lo absurdo de un proceso que transgrede el sistema de la copia al revertir la bidimensionalidad de la imagen en la creación de un objeto tridimensional. La primer capa de pintura color carne deja lugar a la policromía en la que el artista va construyendo a sus mujeres como un estilista que prepara la escena de un desfile de moda. Así arma este santuario personal con sus deidades paganas, acumuladas como objetos rituales de una devoción privada.

Hoy, que consagramos la virtualidad como una modalidad de vida, suplantando los encuentros de café por el anonimato del correo electrónico, practicando sexo seguro con las masturbaciones telefónicas de las 0-600 y experimentando orgasmos cibernéticos chateando por Internet, la obra de Martín Di Girolamo nos brinda otra posibilidad, tan a la orden del día, de seguir consumiendo irrealidades fabricadas para maquillar el dolor insondable de la soledad urbana.

POR LAURA BATKIS