Marcelo Pombo

Galería Ruth Benzácar (Buenos Aires). Nº127, diciembre 1996.

Los años 90 en la Argentina produjeron una serie de discusiones que intentaron clasificar los rasgos característicos del arte de fin de siglo. El debate teórico propagó su voracidad discursiva en numerosos artículos y publicaciones donde se intentó patentar la marca de este “arte nuevo” con palabras como light, bright, banal, rosa, gay y guarango, entre otras. Una cierta manía prontuarial se apropió del lenguaje crítico para investigar las posibles relaciones entre las preferencias sexuales, religiosas o políticas y la producción artística. Frente a este confuso panorama que dificulta la comprensión y opaca el sentido, la exposición de Marcelo Pombo (1959) es una respuesta urgente a la agonía terminal del lenguaje vacío. Como un diseñador que presenta una colección delirante, sus obras diluyen las certezas de la razón y el gusto, con la estética radical de la sofisticación sencilla. Usando una especie de “dripping del subdesarrollo”, Pombo va llenado la superficie de sus obras con un centenar de gotas de esmalte chorreado, que en algunos casos diluye con aguarrás y otros productos químicos para absorber la pintura y generar distintas combinaciones. Entre el equilibrio y la paranoia de la profusión ornamental, el artista va estructurando un entramado reticular que la cercanía de la mirada revela como pequeños círculos dentados que parecen núcleos, células y formas orgánicas entrelazadas. La melancolía derretida de un paisaje lluvioso alterna con la alegría festiva de guirnaldas, flores y brillos. Con absoluta libertad, Pombo intenta alejarse de la tradición inteligente de los gestos conceptuales, con la ironía de un artesano que anula las recetas del arte de ideas, decorando como un maestro pastelero una caja de polvo para lavar la ropa Skip Ultra Intelligent; una baldosa de la calle pintada con la grilla geométrica de Mondrian, o sus paquetes envueltos como regalos con gotitas de acrílico y moños de acetato. El Niño Mariposa se eleva en un éxtasis psicodélico con sus alas pintadas con miles de ojitos que mimetizan su vuelo con la ceguera globalizante de la mirada contemporánea. De la mirada Universal, como la marca de un calefón que el artista usa para recrear la fantasía bizarra de sus obsesiones más profundas. En 1995 Pombo se fue al sur de la Argentina, y estuvo cuatro meses en Puerto Madryn, donde produjo una serie de dibujos en los que aparece de manera más evidente su vínculo con la tradición del cómic y la resolución eficaz y directa del espacio concebido como una escenografía de planos superpuestos, que lo relacionan de manera notable con algunos aspectos de la iconografía del paisaje argentino. Pombo intenta reubicar el arte lejos del soborno del intelectualismo hueco, y más cerca de la vida, transformando la rutina insoportable de lo inmediato en un proceso alquímico del barro convertido en oro, en un acto estético que permita trascender el desamparo inevitable de este fin de milenio.

POR LAURA BATKIS