Momentos de Nicolás Uriburu

AP Americana de Publicaciones. Buenos Aires, 1994

Nicolás Uriburu nace en Buenos Aires en 1937. Pintor y arquitecto, realiza su primera exposición individual en la Galería Müller, cuando contaba apenas con diecisiete años. Eran dibujos humorísticos  de bailarines y bañistas. En 1960 exhibe una serie que preanuncia  el tema de la naturaleza: cortes transversales del suelo, minerales, cielos y tierras.

Los presenta en Lirolay, la Galería de arte dirigida por Germaine Derbeq- la mujer del escultor Pablo Curatella Manes-, que apoyaba y promovía a los artistas jóvenes. En esa época viaja a Perú junto con Luis Benedit, su compañero de estudios en la facultad de arquitectura. Es el inicio de una fecunda amistad y de un camino profesional similar en cuanto  al persistente interés, por parte de los dos artistas, en los problemas surgidos por la antinomia Naturaleza-Cultura. En la exposición titulada Encuentros entre un artista y su memoria, realizada en 1983 en el Centro Cultural Carbide, Benedit rescataba de su recuerdo personal a dos pintores: Florencio Molina Campos y Nicolás Uriburu. En el catálogo de la muestra, el artista justificaba de este modo su elección:

“A Nicolás Uriburu lo quiero poner en esta muestra por buen pintor y por ser un artista generoso y viejo amigo. Yo era sólo el que dibujaba mejor de la clase, cuando Nicolás me hizo ver que podía pintar ‘en serio’.

Tengo que agradecerle que me haya empujado con su ejemplo, a seguir esta profesión que encuentro dura y solitaria pero apasionante y profundamente honorable”.

En el año 1962 traduce la esencia del paisaje argentino a través de la serie de los ombúes. El árbol nacional de la Argentina es representado mediante la superposición de gruesas capas de pintura al óleo, que revelan la densidad matérica de las texturas.

En el transcurso de los años siguientes, su pintura se torna más plana, con grandes figuras que se van achatando en forma paulatina hasta eliminar totalmente el volumen. Es un período que puede fecharse aproximadamente entre los años 1964 y 1967.

La síntesis y la condición plana de sus pinturas, semejantes a la técnica usada en los carteles publicitarios, lo vinculan con el pop-art. Se trata de una figuración narrativa, surgida a partir de temas argumentales determinados. En la serie de los colectivos incursiona en el folklore urbano de Buenos Aires. Este medio de transporte típico de su ciudad natal es observado detalladamente por el artista. Son cuadros donde describe el interior de los mismos, con la estampita de la Virgen de Luján, el zapatito y el chupete del hijo del conductor colgados del espejo retrovisor, los marcos fileteados y la palanca de cambios rematada en un dado de acrílico iluminado.

En 1965 gana el Premio Braque de Pintura y viaja becado a París. Permanecerá en Francia durante once años junto con Blanca Isabel Alvarez de Toledo, -por entonces su esposa-, con quien tendrá a su única hija: Azul Uriburu.

Ya en París en 1967, impresionado por el peso de la historia- como él mismo afirma- presenta en la prestigiosa Galería Iris Clert la serie de María Antonieta. La ironía y el humor estructuran una iconografía que remite a la historia de Francia. Es una apropiación de la historia desde un punto de vista actualizado. Para ello, usa una técnica cercana al faux-naif, que se basa en las ilustraciones infantiles y en la imitación del dibujo espontáneo de la visión no cultivada. Con un cuadro de esta serie, denominado Las Tres Gracias, gana en 1968 el Gran Premio Nacional de Pintura Argentina.

Ese mismo año ejecuta la muestra –ambientación Prototipos para un jardín artificial, nuevamente en la Galería Clert. Esta exhibición de Uriburu es fundamental para comprender su desarrollo posterior, porque marca el fin de su etapa de formación para abocarse, por completo,  a la construcción de un lenguaje propio. Deja de lado el soporte tradicional – la superficie de la tela – y cubre las paredes de la sala con objetos recortados en acrílico de vacas, toros, ovejas, nubes, cascadas y gatos.

El conjunto se integra con aromas y sonidos, en una ampliación del campo perceptual mediante la incorporación de sensaciones olfativas y auditivas. Esta nueva forma de presentar el arte inducía al espectador a vincularse con la obra de una manera diferente, involucrando su participación activa con el fenómeno artístico. Pierre Cardin diseñó para la ocasión vestimenta realizada con materiales sintéticos – faldas, chaquetas, pantalones -, usados para el evento por Uriburu y Blanca, quien trabajaba como modelo para el modisto francés. El artista explicaba su objetivo en el prólogo del catálogo:

La idea de esta exposición es introducir la imagen de la naturaleza en lo artificial mediante el uso de materiales plásticos. Es por eso que hay un jardín con vacas, toros, cascadas, nubes, loros, gatos y ovejas, recortados en acrílico transparente; también hay texturas plásticas imitando lana y hueso puestas entre placas de acrílico.

La vestimenta, diseñada por Pierre Cardin, también está hecha con plásticos: materiales vinílicos y sintéticos.

La idea de los animales y objetos recortados es para poder componer o cambiar de lugar cada elemento, otorgando una idea más libre de la imagen. Con las coloraciones del agua la imagen llegará a su liberación total.”

El año 1968 es clave en la producción de Uriburu. El 19 de junio, durante el transcurso de la Bienal de Venecia, colorea de verde las aguas del Gran Canal. Comienza entonces su fase experimentalista con intervenciones directas sobre la naturaleza. En estas acciones, Uriburu pone de manifiesto su preocupación por la degradación ecológica producida en el medio ambiente por el hombre contemporáneo. La coloración veneciana es una de las primeras manifestaciones internacionales del land art o arte de la naturaleza, y se anticipa en un año el empaquetamiento de la costa australiana realizado por Christo.

Este tipo de trabajos se caracterizan por abandonar el marco del taller, galería, museo, etc. para ser ejecutados en su contexto natural: la montaña, el campo o la ciudad. El espacio de acción no es ya la tela del cuadro, sino la naturaleza física. Pero no se trata de un fondo decorativo para las obras esculturales, sino que los espacios del paisaje natural se convierten en objetos artísticos, frecuentemente con alguna alteración a su estado natural por la intervención del artista. En el caso de Uriburu, la alteración es el cambio de color producido en las aguas, que se tiñen de verde mediante el empleo de sodio fluorescente, un producto utilizado en astronáutica que carece de toxicidad. Es posible hablar de un retorno a la naturaleza, en una acción transformadora sobre la misma, instalando nuevas relaciones con ella. El punto de partida de estas obras es el uso  de la naturaleza como una metáfora del cambio y de la noción de lo efímero, ya que, una vez concluida la acción del artista, todo vuelve a estar como antes. De este modo, desaparece la noción tradicional de perennidad de la obra de arte. Lo que queda es el registro fotográfico o videográfico que documenta el evento. Este es un rasgo definitorio del arte conceptual.

El conceptualismo pone el acento en la idea y en el proyecto de origen de la obra, apartándose así de la materialidad física del trabajo final para remontarse al proceso en la que se forma.

Esta manera de trabajar exige que el artista use metodologías interdisciplinarias aplicadas en las ramas de la ciencia. En el caso de Uriburu, son experiencias biológicas y  fisicoquímicas ligadas al ecologismo. Es un conceptualismo ecológico, donde la característica fundamental es evidenciar el cambio producido por los procesos artificiales en el ámbito natural de la propia obra.

El land art ofrece a nuestra percepción amplios fragmentos de la naturaleza, evocando una nueva unión con ella. Amplía los horizontes de nuestra experiencia por la selección del fragmento natural. Esto implica no sólo una extensión del campo de aplicación de  la actividad artística, sino también de nuestra sensibilidad para percibir estéticamente fenómenos naturales. En este aspecto, propicia una extensión y ampliación del arte.

A modo de manifiesto, Nicolás Uriburu expresaba su postura con este escrito:

ESPACIO:

El arte ya no tiene una forma autónoma.

El arte adopta la forma de la naturaleza: es fluido, dinámico.

El arte ya no tiene un lugar afuera de la naturaleza: su lugar está adentro de la naturaleza.

El arte ya no tiene dimensión autónoma: depende del entorno: la ciudad, los canales…

El arte no depende de un sistema particular de comunicación para su difusión: sorprende al público en su propio espacio vital.

TIEMPO

La obra de arte solamente existe desde el momento de su integración con la realidad: el pigmento rojo transforma al agua en una obra de arte verde.

El arte tiene vida propia: un principio y un fin.

El arte cambia de lugar, de forma, de dimensiones. Varía de acuerdo a la meteorología, a las mareas, a las corrientes.

Posterior a la experiencia veneciana, Uriburu ejecuta numerosas coloraciones en diferentes partes del mundo. De 1970 es su Proyecto intercontinental de coloración de las aguas: el East River de Nueva York, el Sena de París, el Gran Canal de Venecia y el Río de la Plata de Buenos Aires. Experiencias similares realiza en las fuentes del Trocadero de París (1972); catorce fuentes en el marco de la exposición internacional “Documenta 5” de Kassel (Alemania, 1972); puerto de Amberes (1974); fuente de Trafalgar Square en Londres (1974); Amazonas (1981). En 1981 conoce a Joseph Beuys, quien lo invita a participar de la coloración de las aguas del Rhin, el río más contaminado de Europa.

Juntos exponen veinte botellas de agua contaminada coloreada en la Galería Holtman de Colonia, Alemania. En Buenos Aires se destacan sus acciones en las fuentes de la Plaza de Mayo, el Congreso y el Monumento a los Españoles, en homenaje a la democracia recuperada (1983) y la del Puerto Madero en ocasión de la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América (1992).

“Cada vez que coloreo agua, es para mí un bautismo. 

Es un rito, una purificación del agua, para que la gente reflexione sobre el hecho de defender nuestro ecosistema”.

Uriburu incursiona en el body art o arte del cuerpo, con la Coloración del sexo (Nueva York, 1971); Coloración de la cara (Bienal de París, 1971) y la Coloración del Pelo (Centro de Arte y Comunicación, Buenos Aires, 1973).

El cuerpo, como ser del hombre, es el hecho originario del que es preciso partir como algo esencialmente diferente a la esfera de nuestra subjetividad. Las diversas experiencias del body art no se limitan a una consideración del cuerpo como estructura biológica, ni tan sólo como ser viviente, sino en cuanto  cuerpo humano perteneciente a una cultura y a una época, y no como algo natural.

“Mi arte denuncia el antagonismo entre Naturaleza y Civilización. Es por eso que coloreo mi sexo, mi cuerpo y las aguas del mundo. Los países más evolucionados están contaminando el agua, la tierra, el aire, destruyendo las reservas naturales del futuro de los países latinoamericanos”.

El Museo Galliera de París lo invita a exponer sus obras en 1974. Exhibe entonces, su Serie Verde. Antagonismo entre naturaleza y civilización.

Son cuadros al óleo pintados de color verde brillante. El color adquiere una función simbólica que incita al observador a una reflexión filosófica sobre el tema de la naturaleza. Con esta exasperación del color Uriburu expresa una vez más en un grito dramático y moralista su mensaje de alarma para toda la humanidad. En una pared de la sala, cuatro telas muestran puños que se alzan contra un fondo de rascacielos, como un símbolo de reacción contra la opresora sociedad del hombre. Es la Rebelión de la naturaleza contra la civilización. En la segunda pared ubica la Serie de la Libertad. Delfines sobre Nueva York: un conjunto de delfines pintados en madera y recortados, colocados a lo largo del muro en actitud de saltar, alternados con un cuadro de un fondo de rascacielos. Finalmente, en la tercera pared de la sala expone cuatro mapas de América Latina que señalan río, valles y montañas del continente, sin indicar ninguna división política. Su objetivo era, como lo sigue siendo hoy, mostrar la unidad de nuestros países, desvirtuada por las fronteras. 

Por entonces declaraba el artista:

“Después de la coloración de los grandes ríos (desde 1968 el East River de Nueva York; el Sena de París; el Gran Canal de Venecia; el Río de la Plata de Buenos Aires, además de lagos y fuentes); la segunda etapa de mi trabajo adquiere un significado más completo y político. La unión de los países latinoamericanos por las aguas de sus ríos, límites no fijados por el hombre. Todo un continente unido por la naturaleza. Agua, tierra y aire son las reservas del continente latinoamericano. Es un arte de dimensiones latinoamericanas.”

Dos años más tarde, en 1976, termina la serie verde que había comenzado en 1970 en Nueva York. Son cuadros en que aparecen célebres edificios de dicha ciudad (el Chrysler, el Empire State, el Seagram, el Pan Am, el Rockefeller Center, el Museo Guggenheim), enfrentados con animales y puños, o simplemente invadidos por el color verde que simboliza la naturaleza. 

Es entonces que Uriburu decide volver a Buenos Aires y pintar temas de la ciudad. En una nueva etapa del folklore urbano, comienza la serie de las plazas de Buenos Aires. De esta época son también las naturalezas muertas con vegetales y frutos.

Otra de las intervenciones sobre la naturaleza que Uriburu desarrolla desde hace un tiempo es la plantación de árboles. En 1982, durante la “Documenta 7” de Kassel en Alemania, planta junto con Joseph Beuys 7000 árboles. En esa ocasión, vestido con overall verde fluorescente, se instala durante una hora en el techo del museo entre las estatuas, como protesta de la Naturaleza hacia la cultura. En Buenos Aires, para la misma época y junto con la Dirección de Parques y Paseos, planta 50.000 árboles en las veredas de la ciudad. En 1980 presenta su primer recurso de amparo ante la justicia por una planta, tratando de evitar una tala de plátanos. Desde 1985 es presidente y socio fundador del Grupo Bosque de Uruguay, cuyo objetivo es la preservación de la naturaleza. Desde 1988 vive realizando sucesivas plantaciones de árboles autóctonos a lo largo de la avenida 9 de julio.

También ha participado en diversas campañas de defensa del patrimonio arquitectónico. La más reciente, fue su ferviente oposición a la demolición del palacete histórico Alzaga Unzué de Buenos Aires para construir un hotel internacional.

Invitado a exponer en el Museo Hara de Tokio, reproduce un pedazo de tronco de árbol con los palitos de madera que los japoneses usan para comer, y lo titula Eating each day you destroy a forest (“Comiendo todos los días usted destruye un bosque”).

La Reunión Cumbre de la Tierra Eco 92 en Río de Janeiro, le induce a replantearse su obra.

Invitado por el Museo de Arte de San Pablo, planifica su muestra S.O.S. Brasil, advirtiendo sobre la toma de conciencia para una identidad latinoamericana y delatando las depredaciones de las regiones amazónicas.

Reflexiona sobre la integración de Latinoamérica bajo la óptica de la preservación del medio ambiente. Trabaja con los mitos del continente, los animales en vía de extinción y la destrucción de la flora amazónica. Propone, de este modo, una relectura geopolítica de América del Sur.

Cada tela es recubierta por una primera mano de óleo rojo, y luego el artista pinta por encima de esta superficie. Esta técnica le otorga a los trabajos un tono más agresivo, casi violento.

“El rojo es la sangre en las venas de Latinoamérica”- explica el artista-; “el verde es la naturaleza. Esto lo hago para mostrar que hay vida debajo de lo que el hombre está matando”.

Estos trabajos, de amplias dimensiones, revelan rigor cromático y una vitalidad expresiva de tono alarmante, acorde con la temática que abordan.

Pero también hay un homenaje a esa naturaleza amenazada, un canto de poética devoción. La amenaza que se verifica en la Amazonia, la que se ha cumplido y aún cumple contra las culturas aborígenes, y la que se encuentra en torno a los animales en vía de extinción. Usando la técnica del collage, Uriburu enuncia la riqueza de América a través  de nudos de corteza, espinas y hojas, que ubica sobre la tela y circunda de color. 

Utopía del Sur es el título de la última muestra individual exhibida por Nicolás Uriburu en la Galería Ruth Benzacar de Buenos Aires en 1993.

Aborda como tema la cartografía de América y la relatividad del conocimiento en torno a los mapas que se han usado a lo largo de la historia.

La muestra se inicia con un mapa del mundo realizado por el cartógrafo alemán Arno Peters (1974), que propone una representación del globo terráqueo muy diferente a la carta de Mercator conocida desde 1560.

En el mapa de Peters, editado por las Naciones Unidas, se demuestra que Europa no es más grande sino dos veces más chica que América. Lo mismo confirman las fotografías tomadas desde los satélites. Hemos estudiado bajo el conocimiento incierto de una cartografía que aumenta las regiones del mundo pobladas históricamente por blancos, y que minimiza la importancia de otras regiones.

De este modo, Uriburu pone en duda las representaciones geográficas, que son reflejo de realidades económicas e instrumentos de poder, concebidos bajo una óptica paternalista y dominante. Recrea entonces su propia cartografía, su Utopía del Sur.

En su visión latinoamericana del mapamundi, invierte los puntos cardinales y coloca el Sur al Norte, siguiendo la idea del pintor uruguayo Joaquín Torres García (“Nuestro Norte es el Sur”, 1943). La primera versión de esta obra la había exhibido en la Free University invitado por Beuys durante la “Documenta 7” de Kassel.

“Recuerdo que cuando estuve en Japón vi un mapa en el que Japón está en el centro del mundo. Entonces pensé que todo el mundo quiere ser el centro, pero el centro del mundo es donde uno está”, dice Uriburu. Y agrega, “Me pregunto y reflexiono por qué los Estados Unidos están siempre arriba y Latinoamérica por debajo. Esto crea una imagen de subordinación para todos los continentes. Nosotros siempre hemos sido vistos como inferiores a ellos”. Entonces propone su utopía en el cuadro Ni arriba ni abajo, en el que todos los países están ubicados sobre el Ecuador, “para que todo sea equitativo, – explica el artista-, “porque en el Cosmos no hay arriba o abajo. El color rojo que aparece por debajo representa a Latinoamérica ensangrentada por las luchas Norte- Sur”.

En la sala de la Galería, un gran mapa verde de plástico cubre el piso. El público, a medida que transcurre la exposición, va pisando el mapa y, por lo tanto, lo va rompiendo con sus pisadas. Una vez más, Uriburu apela a la interpretación del espectador para suscitar la conciencia ecológica frente a la destrucción irreversible del medio natural.

Desde hace treinta años Nicolás Uriburu canta un himno a favor de la integración del hombre con la madre naturaleza. De la integración del hombre con el hombre. Sin desdeñar  las razones de la Civilización, nos propone volver a escuchar los latidos sutiles de la intuición creadora. Frente a la profecía apocalíptica del desastre ecológico, actúa como un demiurgo contemporáneo, evocando rituales imaginarios que rememoran la comunión primigenia del hombre con el universo. 

Es un mensaje de paz que difunde el ansiado proyecto de vivir mejor.

POR LAURA BATKIS