Osvaldo Monzo

Centro Cultural Borges (Buenos Aires). Julio de 2001 – N° 175.

Al entrar en la sala del Centro Cultural Borges, una pequeña pintura casi circular anuncia lo que el espectador verá: El Canto de Sirenas de Osvaldo Monzo.

Monzo acata fielmente el extenso ulular de este Canto, cuyo texto promete conclusiones imposibles. En la instalación de Monzo no existen respuestas al Canto, sino preguntas tan precisas como la fuerza del Mito.

La particularidad de esta exposición de lo que en principio podría definirse como pintura, es la libertad formal por la que circula el artista. Monzo (1950) toma de manera azarosa todo el acervo pictórico de la abstracción de las vanguardias históricas, pero recreadas con un montaje eficaz que remite a la escenografía del teatro, la representación de un viaje poblado de virtuales odiseas. Sin embargo ciertos recursos vinculan su obra con un pasado remoto, heroico, en donde el simulacro reemplaza a la metáfora.  Son “frescos” que involucran a la dimensión y al soporte arquitectónico.

Se trata siempre de lo mismo, las pinturas, la pared, siempre el interior de una cavidad que es el espacio propio que permite fijar tanto una obra considerando al cuerpo del espectador como un volumen presencial que a su vez adquiere significado.

El artista usa marcos recortados, soportes poligonales, de los cuales algunos se apoyan en patas de muebles, sobre bases blancas dispuestas en el piso gris de la sala. Esta suerte de cuadros-objeto son también anuncios que marcan, interrumpen y dirigen el recorrido sinuoso del visitante, del viajero-espectador.  Esta corporalidad debe ser entendida no como una tendencia a conquistar “técnicamente” una forma expresiva, sino como tendencia a asimilar otros lenguajes.

En su Canto, los cuadros adquieren formas que se erigen como totems, mástiles de una parodia de humanidad estereotipada: soportes circulares, círculos pintados, trapecios, delgadas columnas, cada obra una letra del Canto general. Monzo instala la pintura convirtiendo al espacio circundante en el verdadero soporte de la obra. De este modo, toda la galería es una instalación en la que cada elemento forma parte integrante del conjunto, que consiste en una narración en donde Monzo se interroga sobre la naturaleza de la pintura como lenguaje autónomo. En este caso el artista escucha el Canto de las Sirenas como si fuera su propio canto.

Toda obra tiene dos aspectos que en el caso del artista se manifiestan con claridad: el aspecto acostumbrado, el que vemos casi siempre y que cada uno ve, y el aspecto fantasmal. Una obra de arte debe narrar algo que no aparece en su forma exterior. Las formas y figuras en ella representadas tienen que narrar algo que está muy lejos de ellas y algo que también nos oculta sus formas y texturas materiales.

Monzo es de los pintores que no pinta las cosas tales como son, como las vemos, analizándolas secamente, especulativamente, sino que las pintan como las sienten. Este “sentir” es convertido por el artista en principio de restitución. La práctica artística comienza y se expande como una actividad solitaria. Cronista de una larga travesía, una prolongada Odisea, Monzo produce por placer. Es el Arte ocurre por el placer de trabajar. Y el placer estético es el placer de percibir algo que ha sido producido por placer.

La textura deviene forma e imagen simultáneamente, el color y el tono agridulce del “texto”  que, prometen, encantan, desvelan. La metáfora de un Canto apagado.

Monzo pertenece a la generación que en la Argentina fue bautizada por la crítica como “La Nueva Imagen”, a principios de los años 80. Como en otras latitudes, también aquí se sentían los síntomas de un retorno a la pintura, después de las experiencias conceptuales de la década precedente. Junto con Alfredo Prior y Pablo Suárez, integró el grupo “Periferia” con muestra exentas de solemnidad que mostraban una mirada irónica sobre los postulados del arte. 

Es su interés por lo estrictamente pictórico lo que se evidencia en la morfología de la materia, superficies de óleo mezclado con arena y aglutinantes, conformando una capa gruesa con aspecto de bajorrelieve, a veces en una reiteración casi mecánica que logra, sin embargo, hacer prevalecer el gesto irrevocable de la huella humana. 

La cualidad estetizante y decorativa de estos trabajos, contribuye a acentuar el clima festivo de toda la instalación, pero de tal manera que la herida queda monocromáticamente expuesta, siempre. 

POR LAURA BATKIS