Alegría, alegría – Víctor Florido

Catálogo de la exposición de Víctor Florido en Sonoridad Amarilla. Buenos Aires, 4 de junio de 2003

En 1995 recibí un llamado telefónico. Un artista a quien yo no conocía me pedía una carta de recomendación para presentarse a una beca de la Fundación Antorchas. Era un llamado extraño, porque yo no conocía su obra. Lo cité en mi estudio. Tarde de primavera. Suena el timbre, abro, y me encuentro con un adolescente de 19 años, delgadísimo, con su carpeta en la mano y un bolso cargado en el hombro. No me sorprendió su juventud, sino su actitud. Nada más alejado de la “imagen” de un artista joven. “Esta es mi carpeta, primero tendrías que ver si te interesa para hacerme la carta”. Abro la carpeta y empiezo a mirar. Una imagen me atrapa y me queda grabada en la memoria hasta hoy. Un niño parado, de frente, con la inscripción “Valium y leche”. Sigo observando.  Lo que encontré en esas obras no fueron imágenes pintadas, sino el relato minucioso de un mundo privado. Un mundo en cuya extrañeza se parecía mucho a su autor. Me dice que es una beca de estudios y que si gana quiere estudiar historia del arte conmigo y seguir capacitándose con Sergio Bazán. Tímido y ansioso, espera una pronta respuesta porque tiene que seguir trabajando (era cadete de un Banco, y en ese bolso llevaba carpetas y formularios). Le escribo la carta, sin antes decirle que, aunque no gane la beca, me llame para no perder contacto. 

Esa tarde me recuerdo sentada en un sillón violeta frente al ventanal, el sol rasante de Buenos Aires y las flores rosadas en el florero antiguo de mi abuela sobre una mesa. 

Un paisaje de soledad. Ahora creo que lo que me ligó instantáneamente a ese chico fue la comprensión mutua de que ambos, por distintos motivos, estábamos solos. 

Florido ganó el concurso. Empezó a estudiar conmigo, primero becado por Antorchas, después becado por mí, porque yo era la que lo necesitaba a él. Año tras año lo veía madurar, devorar cada información que le pasaba: arte contemporáneo, arte medieval, renacimiento, arte argentino, filosofía del arte. Fue una relación recíproca: yo le prestaba un libro y la clase siguiente me lo devolvía. El me introdujo en el mundo de Melville, entre muchos otros. No puedo olvidarme tampoco de su muestra individual en el Teatro Regio, con el cuadro de la maestra con una gallina y un fondo azul. Ese día supe que Florido era un artista. 

Sus primeros trabajos tenían un colorido fuerte, rojos, azules y amarillos poblados por personajes tomados de revistas de la década del ‘50 como la Mecánica Popular, donde todo un mundo de máquinas y publicidad de electrodomésticos se mezclaba de manera fantástica con escenas de la vida cotidiana.

Los mandatos sociales del mundo del trabajo y la familia, la existencia gris del empleado público, sometido al tedio y la fatiga de una vida diseñada de antemano, eran (y siguen siendo) los temas de toda su obra. Antes de irse a Holanda bajó el tono de su paleta. Entre los años 2001 y 2002, durante su residencia en la Rijksakademie van Beeldende Kunsten, produjo esta serie que ahora presenta por primera vez en la Argentina. En Holanda, lejos de su patria, encontró definitivamente su lugar de pertenencia en el mundo de la pintura. Ese grupo de personas que se conmueven con el olor a madera recién lustrada del óleo, de los que pasamos la mano por los cuadros para sentir la textura. Con óleo en blanco y negro armó esta serie, “Alegría, alegría”. Un poco antes de venir, publicó junto con la poeta Claudia Prado su primer libro: “Aprendemos de nuestros padres”. Empezó a investigar la construcción de la identidad personal a partir de las lecciones impartidas en la propia casa. El correlato de ese libro son estas imágenes. Fotos viejas, tomadas de álbumes familiares, generan situaciones ambiguas que, bajo la aparente inocencia de una pintura ingenua, revelan sutilmente un mundo plagado de dificultades. Persiste ese clima tan peculiar de sus trabajos que lo acerca al Proceso de la burocracia kafkiana. De la distancia intimista de su propia familia, Florido pasó a relatar el autoritarismo que se transmite de la familia al Estado, con esas imágenes de la TV en blanco y negro y esa otra alegría impostada del otro proceso argentino, con los festejos del Mundial del ’78, mientras las madres empezaban a circular por la Plaza de Mayo, porque los agentes del orden les pedían que se movieran. Esa fue la infancia de Florido y esa fue mi adolescencia. Por eso, miro esta serie, y otra vez me reconozco, y los reconozco. Son ellos, sus padres, mis padres y los otros. Esos otros que conforman el relato de la historia argentina. 

POR LAURA BATKIS