Diciembre 1999 – enero 2000. Nº 158/159
Tratar de capturar la esencia de un país a través de categorías que lo identifiquen es una tarea no solamente difícil, sino del todo imposible. En los últimos años se ha discutido en conferencias y publicaciones la noción de identidad, diferencia, centro, periferia y quedamos absortos frente a la profusión de escritos que van cambiando terminologías pero que nos siguen manteniendo en el mismo punto un poco más cerca pero igualmente lejos de conclusiones precisas, como una bicicleta fija que se mueve sin avanzar. Sabemos que la globalización es un hecho concreto, y que la informática ha producido verdaderas modificaciones en el campo cultural. La enorme difusión de imágenes virtuales acelera los medios de comunicación, y nos aproximan a exposiciones y bienales de remotos puntos del mundo, pero han engendrado ese estilo tan típico de estas últimas décadas, el “anónimo de fin de milenio”. La sensación de “no lugar” definida por Marc Augé puede trasladarse al arte, que dejó de ser una morada donde se puede encontrar la idiosincrasia de un país, porque las imágenes de todos los países se parecen de una manera aterradora, afectadas por una especie de clonación cultural.
En la fisonomía del argentino hay dos rasgos que son claves: el humor y la melancolía, como dos caras de la misma moneda que delatan una particular cosmovisión de la realidad. La melancolía llevada a su punto más extremo se encuentra en las letras del tango, donde el regodeo sentimental está anclado en la temática del abandono, del amor no correspondido, en la espera, y el malestar frente a situaciones sociales con un tono más crítico, como en Cambalache de Discépolo.
El humor está insertado dentro de un panorama más amplio y complejo, que es la cultura cómica popular, con la riqueza de sus manifestaciones que abarcan la parodia, el grotesco, la sátira, la ironía y la burla. Es una vertiente crítica que usa fuentes marginales en contraposición al canon asumido como la norma de la cultura oficial. Es por ello que se mantiene siempre en una zona de frontera entre el arte y la vida, porque se ubica en la esfera de lo extra artístico, tomando rasgos de la caricatura, el kitsch, el subgusto popular y todo lo que ha sido históricamente designado como un arte menor, carente de solemnidad y apartado del dominio del “gran arte”. La historia argentina no tiene una tradición democrática, está plagada de regímenes autoritarios, golpes de estado y conformada en su mayoría por una capa social muy conservadora. La risa, con su carácter universal, ha sido siempre un arma poderosa para abolir provisionalmente las relaciones jerárquicas de los sistemas opresivos. La ambivalencia del humor permite que el artista establezca un juicio sobre la realidad comentada de manera oblicua, distanciada, con una fuerza regeneradora que provoca en el espectador una reflexión profunda sobre aquello que en un primer momento le resulta cómico. El lenguaje de la parodia y el grotesco llega a la Argentina por la enorme afluencia de inmigración italiana y española.
A principios del siglo, el género chico español había conquistado los teatros porteños. La enorme difusión de la zarzuela hispánica tuvo una influencia directa en los autores locales como Carlos Pacheco, con la creación del sainete. Se trata de una pieza breve de expresión popular que rescata la jerga del inmigrante y el lunfardo (1) del malevo (2). Bajo situaciones en apariencia grotescas o ridículas, se comentan los acontecimientos políticos del momento, reproduciendo el conventillo porteño y satirizando agudamente los estereotipos pintorescos: el gallego (3), el tano (4), el ruso (5) y el bacán (6). La veta cómica descubre raíces de hondos problemas latentes como la oposición criollo-gringo (extranjero) y los conflictos obreros. Otro antecedente importante del lenguaje popular es la literatura gauchesca, que era considerada una subliteratura, de carácter menor, por el uso de la lengua correspondiente a un grupo social marginado: el gaucho (7). Esta marginalidad es visible también en la forma de difusión de estos relatos. Tal es el caso del Fausto de Estanislao del Campo, una parodia gauchesca de la obra de Goethe que se publica en 1866 en el Correo del Domingo, un periódico de Buenos Aires, con motivo de la representación en el Teatro Colón de la ópera de Charles Gounod. Hay que recalcar, sin embargo, que estas producciones están escritas por hombres de la ciudad con una formación cultural, que imitan la oralidad gauchesca en la escritura:
“El Dotor medio asustao
le contestó que se juese…
-Hizo bien: ¿no le parece?
-Dejuramente, cuñao.
Pero el Diablo comenzó
A alegar gastos de viaje,
Y a medio darle coraje
Hasta que lo engatuzó.
-¿No era un Dotor muy projundo?
¿cómo se dejó engañar?
-Mandinga es capaz de dar
diez güeltas a medio mundo” (8).
(Fausto, v. 321-332)
Ya en pleno siglo XX, Florencio Molina Campos ilustra una edición del Fausto, y desde 1931 pinta los calendarios de Alpargatas, una fábrica de calzado campero.
Tal vez sea uno de los ejemplos más interesantes de pintura popular que fue dejada al margen de la historia del arte argentino por la elección de un género considerado menor: el humor gráfico. Molina Campos pinta detalladamente los rasgos de los paisanos (9), sus gestos y vestimentas, en una época en que estos seres ya se habían transformado con las mudanzas del progreso. Traduce la oralidad de estos personajes con la elección de un lenguaje específico, la caricatura, que acentúa y exagera las expresiones, percibe lo peculiar y lo destaca. Todo está visto a través de la lente del humor, pero no se trata de una sátira burlona sino de una hilaridad afectuosa en un clima de cordialidad risueña. La difusión masiva del calendario, colgado en todas las casas de los trabajadores y en las estancias de los patrones, creó una iconografía única de lo gauchesco, muy diferente del arquetipo del campo argentino que fuera usado como emblema de la nacionalidad triunfante.
Esta nota popular del arte argentino tiene sus manifestaciones más recientes en una línea realista que marca un eje continuo entre las obras de Antonio Berni, Pablo Suárez y Marcia Schvartz. Entendiendo al realismo como una categoría del significado, y por lo tanto, absolutamente ideológico, es una figuración que se desliga de la representación naturalista mediante la deformación icónica para aludir a la disconformidad con el medio y a la denuncia crítica directa, sin concesiones idealizantes. Es interesante marcar cómo estos artistas se vinculan con los movimientos de los llamados países centrales. Toman estilemas de ciertas poéticas como el expresionismo europeo y otras tendencias figurativas, pero frente a ese espejo devuelven una imagen intencionalmente deformada en la que se superponen de manera heterogénea los lenguajes europeos imbricados y violentados. La intertextualidad paródica se presenta desde la elección misma del estilo, que no oculta sus referencias, citas y alusiones a todo el acervo de la historia del arte occidental, de la cual se dispone libremente.
En las últimas obras de Antonio Berni, el artista agudiza su visión ácida de la sociedad argentina. Mediante la caracterización de tipologías sociales, remarca de manera maniquea la relación entre los extremos de riqueza y pobreza. Describe a los nuevos ricos que han suplantado a la burguesía intelectual en un país que desde mediados de los años ´70 comenzó un proceso acelerado de aniquilamiento de las estructuras educativas, incluyendo universidades, editoriales, censuras y prohibiciones, y que llega al punto cúlmen con el golpe de estado de 1976. La burla se metamorfosea en desprecio, y el carácter hiperbólico de estos personajes se acentúa con un expresionismo que circula entre la risa y el espanto. El gran mundo, Los maniquíes vivientes y Wedding Cake son obras que parecen tomadas de la Comedia del Arte con un realismo grotesco cuyo rasgo sobresaliente es la degradación. Berni cuestiona la avidez consumista, los hábitos y gustos de esta capa poblacional, su aferramiento a tradiciones convencionales, traduciendo su desconfianza frente a los dudosos anhelos y valores que se debaten en un país decapitado.
Pablo Suárez encarna el realismo desde una óptica diferente. La risa adquiere un radicalismo tan extremo que produce la destrucción del orden habitual en que se percibe la realidad mediante el humor cruel del sarcasmo, la ironía y el ridículo. El mundo existente se vuelve extraño, porque se manifiesta la posibilidad de contemplarlo desde una perspectiva apartada de lo convencional. En sus obras, el sarcasmo esconde un pesimismo latente que denuncia de manera apocalíptica la hipocresía y las estrategias perversas del poder oficial. En cierto modo, pervive en Suárez la parodia con cierta finalidad didáctica, con una actitud declamatoria de tono profético que ya se afirmaba en los albores del conceptualismo, cuando escribió la carta de renuncia al Di Tella en 1968. En sus esculturas actuales, la eficacia discursiva se asienta en su intención de elaborar un objeto artístico que produzca una comunicación clara y legible en el espectador. Toma libremente recursos de la imaginería policromada española, junto con explícitas deformaciones que lo acercan al grotesco y a la estética local del acervo popular. Sus modelos son personajes que circulan por los barrios de Buenos Aires, como el Narciso de Mataderos. Uno se los imagina con el diario bajo el brazo buscando trabajo, la barba medio crecida, la ropa impregnada con olor a choripán (10), exhibiendo sus dentaduras teñidas por la yerba verde del sabor a mate y oscurecidas por la nicotina, compartiendo rigurosamente la fiesta popular del partido de fútbol del fin de semana. Los temas surgen de la crónica diaria, como la figura del trepador social en el Dificultoso ascenso por la engañosa escalera de la fama, sus observaciones burlonas sobre los avances de la ingeniería genética en Error de laboratorio, y su constante denuncia de la corrupción generalizada del acomodo, las coimas y los negociados turbios que se entretejen como en un juego de cartas marcadas, donde la timba (11) pasó a ser el deporte predilecto de la política nacional. También están esos otros prototipos de otros barrios porteños, el chico joven que recorre las discotecas nocturnas con su peinado oxigenado, con el cuerpo lampiño y musculatura de gimnasio, como el Previsible destino del Pretty Boy González, atado implorante y semidesnudo a un poste, rodeado de basura como un San Sebastián del subdesarrollo.
Marcia Schvartz pertenece a la generación más castigada de la historia argentina. La que militó en el peronismo de izquierda con el regreso de Perón al país, la de los miles de desaparecidos durante la dictadura militar, el exilio forzado en el exterior y aquella en la que comenzaron a manifestarse los primeros síntomas de una enfermedad nueva, que provocó otras muertes por la propagación del HIV. Durante los 7 años de exilio obligado en Barcelona pinta escenas costumbristas de tono popular como La tortilla, Las vecinas y Plaza Real. Se fascina por el retrato como género y comienza su saga grotesca de la realidad urbana. Mediante la observación aguda de su entorno, describe con un expresionismo sórdido los personajes que circulan por su vida. En el catálogo de presentación de su exposición en la Galería Lleonart, del Barrio Gótico, la crítica española Rosa Queralt escribe: “Su radicación en Barcelona en 1976, en un ambiente en general poco atento a una poética de estas características, no hace más que reforzar su actitud de resistencia, por la cual se afirma la necesidad de reivindicar la expresión auténtica y profunda de un sentimiento personal de cultivar su propia individualidad y, en definitiva, de seguir a aquellos que, contemporáneamente desde el Aduanero Rousseau, pintan a su modo”.
Schvartz se compromete con el modelo en una actitud visceral, lo penetra y resalta con un estilo despiadado la sordidez salvaje de la condición humana. Cuando vuelve a Buenos Aires, documenta con un realismo incisivo de colores ácidos, la decadencia pintoresca y marginal del “under” porteño, poblado de travestis, actores, músicos de rock, y aquellos personajes que evidencian las marcas de la droga y el alcohol, con la delgadez extrema de sus cuerpos consumidos, el rostro como una mueca congelada y una especie de tensión interior en el vacío insondable de la mirada ausente. Sus cuadros resultan provocativos, incomodan porque delatan la contracara desencantada del fervor inicial por la restitución en el país de un gobierno democrático, como la posterior hiperinflación económica y la creciente desocupación. En la serie de los Morochos, retrata a los grupos demográficos que conforman la población urbana proveniente de países fronterizos, en una serie de cuadros que aluden al estereotipo del varón latino, el “macho” con la tez morena, la cara huesuda y una sensualidad viril idealizada. Le siguen las Indias, en un mundo onírico americanista, y los paisajes locales con flores y cactus. Si bien ahora se ubica en un planteo más simbolista, la vertiente crítica sigue vigente en su producción actual, como en Nuestro río es nuestra sangre, aludiendo a los cuerpos torturados de prisioneros políticos arrojados al Río de la Plata hace dos décadas.
En los años ’90 hay un grupo de artistas que atraviesan la retórica parodial con una estética del subgusto popular, que ironiza mediante el lenguaje del kitsch la belleza fácil del producto bonito, insertando la cursilería como un canon de normativa estética. En su Manifiesto sobre el Pop Latino, Marcos López escribe que “Tiene que ver con la tradición cultural de nuestros países que siempre trataron de pensar que lo que se hacía afuera era mejor. Yo copio el Pop Art, pero lo copio mal.” En sus fotografías de colores brillantes arma las escenas con un montaje cinematográfico, que siempre tienen referencias a temas populares de carácter local: el fútbol, Gardel, Borges, las costumbres del interior del país. Ubica a sus modelos en primerísimos planos, a veces con máscaras, exacerbando el artificio que deja ver, en algunos casos, el recurso de la foto coloreada a mano. Transmite un clima de carnaval festivo ridiculizando el travestismo del doble discurso de la oratoria del oficialismo. Y aclara el artista: “Es como buscar un nuevo folk donde estén los estereotipos de la patria redefinidos por un color que plasme el sentimiento de una Argentina del shopping center, de las cirugías plásticas, pero con dos millones de desocupados. Un color muy fuerte y muy estridente pero, a la vez, muy berreta (12)”.
Andrés Compagnucci rescata en sus pinturas el fileteado porteño. Esta particular forma de ornamentación, basada en el uso de las viñetas y el arabesco, se introdujo en la Argentina a principios de siglo, de la mano de artesanos italianos. Posteriormente, el filete alcanzó su máximo vigor con el maestro Martiniano Arce, que en la década del ’70 pintó camiones y colectivos, un medio de transporte público similar a un autobús, pero con un diseño original que no existe en otras latitudes. Con cierta nostalgia, Compagnucci se propone retomar esa tradición popular y porteña en cuadros hiperrealistas, en los que describe con precisión fotográfica la imaginería urbana que enmarca a ciertos íconos argentinos. Con sus obras, hoy podemos recordar aquel colectivo porteño que circulaba por las calles de Buenos Aires, cuya ornamentación fue prohibida en 1975 por una ordenanza municipal bajo el argumento de que entorpecía la lectura de números y recorridos. Junto a este particular medio de transporte local, el artista usa otros símbolos populares como la figura de Carlos Gardel, la Virgen del Luján, souvenirs de viajes y juguetes infantiles.
La vertiente ligada al kitsch tuvo en los años ´90 sus representantes más interesantes en la Galería de Arte del Centro Cultural Ricardo Rojas, organismo dependiente de la Universidad de Buenos Aires, cuando estuvo bajo la dirección curatorial de Jorge Gumier Maier entre 1989 y 1996. Los cánones hegemónicos del neoexpresionismo transvanguardista de los años ’80 dejaban poco lugar para un grupo de jóvenes artistas que producían sus obras al margen de lo instituido, con una modalidad carente de solemnidad y plena de frescura. La “estética del Rojas” generó querellas de posturas maniqueas que defendían o combatían abiertamente esta nueva línea. Se acuñaron términos como arte “light” para referirse a la levedad de estas producciones, y otros más peyorativos como arte “rosa” (maricón, gay) y “guarango” (grosero), para apuntar a estas producciones que se oponen al arte “verdadero” cargado de intencionalidad ideológica. El rasgo más definitorio de esta corriente es la poetización de lo banal como postura estética. A partir de este postulado, se reiteran ciertas características como la cita autorreferencial, la reflexión sobre la identidad de género sexual, junto con el uso de materiales de consumo popular, como etiquetas de marcas de perfumes, canutillos, bijouterie, figuritas infantiles, y objetos de uso doméstico comprados en ferreterías y bazares de barrio, como los artefactos de Omar Schiliro, armados con palanganas de plástico, cristales facetados, caireles y luces de colores.
En las maquetas arquitectónicas de Sebastián Gordín, hay todo un universo del juguete infantil, armadas con una técnica artesanal muy perfeccionista, y usando la gráfica del comic y la historieta. Como en Las últimas consideraciones, una cancha de fútbol en miniatura con la observación detallada y obsesiva de cada elemento de la escena, o Música de cucharitas en Eldor, el artista plantea con humor e ironía los efectos de los medios masivos del consumismo, y del arte como entretenimiento.
Desde sus primeras obras como el Winco o Las transformaciones de Michael Jackson, Marcelo Pombo trabaja como un diseñador psicodélico, erradicando en el espectador las certezas de la razón. Con la plasmación radical de la sofisticación barata, Pombo metamorfosea el kitsch hasta los límites de crear la belleza extraña de una estética decadente con la sublimación del mal gusto. En sus cuadros, el artista va llenando la superficie con un centenar de gotitas de esmalte chorreado, que en algunos casos diluye con aguarrás y otros productos químicos para absorber la pintura y generar distintas combinaciones. Entre el equilibrio y la paranoia de la profusión ornamental, va estructurando un entramado reticular que la cercanía de la mirada revela como pequeños círculos dentados que parecen núcleos, células y formas orgánicas entrelazadas. La melancolía derretida de un paisaje lluvioso alterna con la alegría festiva de guirnaldas, flores y brillos. Con una intención programática, Pombo quiere alejarse del hermetismo de las estrategias conceptuales. Apelando al humor simple y directo, actúa como un artesano que anula las recetas del arte de ideas, decorando con una técnica culinaria de maestro pastelero el Skip Ultra Intelligent, una caja de polvo para lavar la ropa. De este modo, ironiza sobre los usos del lenguaje para evidenciar los mecanismos del marketing contemporáneo, que ha banalizado la noción de inteligencia y sabiduría para resaltar la eficacia de los productos de consumo diario.
Miguel Harte irrumpió en la escena artística como un “Pollock del subdesarrollo”, con una técnica novedosa y personal: el uso del Martilux chorreado sobre enormes superficies de madera. El esmalte sintético se dispersa creando formas acuáticas orgánicas, que el autor supervisa entre el control y el azar. Después le agregó inclusiones en resina transparente con personajes minúsculos en caucho de silicona que conformaban extrañas escenas, donde podían verse los “Miguelitos” (su autorretrato) volando o mostrándolo en la privacidad erótica de un acto masturbatorio, con explosiones eyaculatorias de esmalte blanco. Todo un mundo de lujo ordinario, brilloso y atractivo como cofres metálicos de seguridad y texturas simuladas que parecen de plata y nácar, fue articulando su estética galáctica de una notable belleza nueva y diferente. En algunos casos, el cuadro deja paso a estructuras que parecen muebles diseñados cuidadosamente con luces, bolas de vidrio, movimiento y agua, como los artefactos que decoran la psicodelia típica de hoteles de turno para tener sexo y las discotecas de barrio. Con una alquimia bizarra, su taller parece un laboratorio de insectos momificados, que despedaza minuciosamente para transformarlos en protagonistas de su fantasía privada. La escena perversa encapsulada en un microcosmos, captura al espectador con la sensualidad aterciopelada del material, que ahora el artista trabaja con verdes, morados, colores opacos y satinados, convirtiendo estas obras en cuadros que piden ser tocados, acariciados, como la piel inquietante de una superficie de placer.
Notas:
- Dado que los artistas referidos en este artículo trabajan con arte popular, es inevitable el uso de ciertos modismos del lenguaje provenientes de la misma fuente. Para una comprensión adecuada, se definen a continuación los términos del lunfardo.
Lunfardo: lenguaje popular de Buenos Aires y sus aledaños que proviene del repertorio de la inmigración, y se incorpora al lenguaje local con intención festiva, cambiándole a veces la forma y el significado. / Argot.
2) Malevo: maleante, matón, pendenciero.
3) Gallego: inmigrante español.
4) Tano: inmigrante italiano.
5) Ruso: inmigrante de origen judío.
6) Bacán: individuo adinerado o que aparenta serlo.
7) Gaucho: habitante de la campaña que trabaja como peón en la ganadería o en la labranza.
8) Mandinga: diablo.
9) Paisano: habitante del campo.
10) Choripán: sandwich de pan francés y chorizo.
11) Timba: partida de juego de azar.
12) Berreta: de baja calidad, falsificado, vulgar.
POR LAURA BATKIS