Lunes 14/4/2003.
Como ocurrió tantas veces después de la tan anunciada muerte de la pintura, los artistas retoman los pinceles, recuperan así la intimidad del taller y regresa el desnudo, el retrato, el paisaje, en fin, el cuadro de caballete.
Existe hoy un recambio en el panorama artístico de Buenos Aires. Finalizó una década, terminaron los dorados años ’90, y el nuevo siglo comenzó con la aparición de una serie de artistas, que usan la tradición pictórica y el formato cuadro en sus trabajos. Un retorno a la pintura justo en el momento en que las nuevas tecnologías se propagan paralelamente en las muestras de arte. En estos artistas que retoman la pintura no hay nada de enchufes ni monitores de TV, ni cañones de proyección. Pintura, y, en su mayoría, al óleo. A diferencia de la nueva imagen transvanguardista de los años ochenta, estos artistas están muy alejados del chorreado expresionista. Pintan con una precisión detallada, se permiten retomar la imagen figurativa, copiando de fotos o del natural.
El paisaje como tema, tan ligado a la vertiente nacional, es el motivo de los óleos de Guadalupe Fernández (1971). En la Escuela Manuel Belgrano se contactó con sus pares, y ese grupo de pertenencia que se llama el <<mundo del arte>>. Conoció a Sebastián Gordín, Máximo Lutz, Cas, Miliyo y Pagés, que recién se presentaban como integrantes del grupo <<Mariscos en tu Calypso>>. Su contacto con Marcia Schvartz fue fundamental en su aprendizaje del oficio y del significado que implica la constancia de ser artista. Fernández circula por la reserva ecológica bocetando cada planta y cada hoja en témpera.
Después, en su taller, esos bosquejos los pasa a las telas en las que se intuye la sensualidad del óleo, y su obra adquiere la atmósfera onírica que determina sus obras.
La falta de perspectiva, la imagen plana y el espacio pictórico trabajado por superposición de pantallas, la ligan a la escuela argentina de principios de siglo, con elementos tomados de manera ecléctica, desde los cielos de Prilidiano Pueyrredón hasta los pintores de la Boca en la década del ‘30.
En muchos de estos artistas, el referente ya no es la escena internacional sino que nutren su repertorio con los fascículos de artistas argentinos y visitas reiteradas a la sección nacional del Museo Nacional de Bellas Artes. Es el caso de Juan Becú (1980), que admira fervorosamente la pintura de Lacámera y Cúnsolo, y admite que su paseo preferido es visitar la colección del museo Quinquela Martín en la Boca.
El paisaje urbano es el tema de las obras de Alejandro Bonzo (1976). Edificios con las cortinas bajas, quietud y soledad extrema. Toda una iconografía de la ausencia pintada con colores estridentes y brillantes, con una imagen plana en esmalte y óleo sobre madera, de la que surge una mezcla entre el clima de la pintura de Lacámera, Hopper, Hockney y las inevitables citas de su maestro Pablo Suárez.
RETOMANDO EL ÓLEO
Nahuel Vecino (1977) todavía está sorprendido por su reciente muestra en el espacio contemporáneo del Malba. Todavía no alcanza a darse cuenta de la velocidad de una carrera que comenzó cuando en el año 2001 empezó a exponer en el espacio alternativo “Belleza y Felicidad”. Vecino dibuja con sanguínea tomando la iconografía del realismo socialista y pinta al óleo esas figuras macizas, escultóricas, con <<ese pardo barroso, húmedo, de la cuenca del Río de la Plata y de su escuela pictórica”>>, como escribe Gumier Maier.
Cynthia Cohen (1969) reflexiona sobre las situaciones psicológicas ligadas a la constitución de la subjetividad femenina a partir de un motivo: las flores. Son rosas pintadas con un riguroso óleo y una técnica precisa, remitiéndose a la tradición retiniana del arte moderno, copiando sus flores a partir de fotos y de un libro de Botánica, como aquellos pintores viajeros que documentaban un paisaje recién descubierto, como Bonpland dibujando orquídeas. En Lorena Ventimiglia (1971) reaparece un género típico de la pintura que se había dejado de lado: el retrato. La artista copia sus modelos de fotos carné. Con la espátula muy empastada de pintura acrílica, superpone por capas sus monocromos, degradando paulatinamente el color, rosado en general, hacia el más puro blanco.
En la formación artística de la Argentina, además de las escuelas de arte están los talleres de artistas que dedican parte de su tiempo a la enseñanza. Es el caso de Sergio Bazán, que en su casona del barrio de Once armó un reducto donde sus discípulos discuten, reflexionan y combaten la inercia del letargo cotidiano inventando cuadros, historias y proyectos. En este taller estudiaron Mariana López y Víctor Florido.
La frialdad quirúrgica de las pinturas de Mariana López (1981) no se parece en nada a la candidez de su mirada casi adolescente. Alguaciles, cascarudos, mariposas y todo tipo de insectos pueblan sus imágenes, dibujadas con la exactitud científica de un manual de biología. Lo que podría ser una enciclopedia del horror, la artista lo transforma en una fantasía casi pop, como una marca publicitaria de una silla de ruedas con micrófonos, o la propaganda de una moto atravesada por la sensualidad de la piel de un reptil.
En su obra, la figuración es un anclaje a partir del cual la artista pone en escena la absurda relación entre un tablero automovilístico y la espina de un pez, atravesado por una porción de carne cruda, generando esa extraña belleza de los encuentros fortuitos entre realidades diferentes.
En los cuadros de Víctor Florido (1976) el artista se apropia de imágenes de revistas de la década del ‘50 como <<Mecánica Popular>>, donde todo un mundo de máquinas y publicidad de electrodomésticos se mezcla de manera fantástica con escenas de la vida cotidiana. Fotos viejas, tomadas de álbumes familiares, generan situaciones ambiguas que, bajo la aparente inocencia de una pintura ingenua, revelan sutilmente un mundo plagado de dificultades. Florido acaba de volver de Holanda, donde estudió becado en la Rijksakademie de Amsterdam. De allí trajo su producción más reciente, cuadros en blanco y negro donde investiga más profundamente la relación entre la pintura y la fotografía.
Esta misma relación (la imagen pintada – la imagen fotografiada) es el eje medular de la obra del rosarino Pedro Iacomuzzi (1975).
El artista hunde sus raíces en la tradición iconográfica de la toilette, usada en la historia del arte desde las escenas bíblicas de Susana y los viejos en el Barroco hasta las bañistas de Degas y Renoir. ¿Qué hacen las mujeres cuando se meten en el baño? Iacomuzzi registra fotográficamente escena de baños de damas. A partir de la fotografía color tomada con una cámara Pocket, comienza el proceso de construcción de la obra.
ENCUADRE FOTOGRÁFICO
Dibuja una cuadrícula sobre la fotografía que luego pasa a escala mediante coordenadas sobre el lienzo. Una técnica mural del Renacimiento para armar una escena contemporánea. En la selección de las fotografías a reproducir, el artista toma aquellas en las que el encuadre coloca a la figura al margen del campo visual. Los cuerpos encorvados de estas mujeres, tienen esa expresión ensimismada que aparece en esos momentos en los que la gente se recluye en los lugares más privados para tomar decisiones de la vida diaria.
Las figuras están pintadas con crudeza, al óleo, detallando los pliegues de la ropa y las texturas de la pared con una estética muy próxima al hiperrealismo. Iacomuzzi coloca al espectador en una situación voyeurista que tiene la atmósfera de los films de Wim Wenders, como en las cabinas vidriadas de <<París- Texas>>, separadas del cliente por un paño de vidrio.
Y nos deja entrar en ese mundo de la noche urbana, espiando entre bambalinas las poses y los cuerpos abatidos de estas mujeres que necesitan algo más que una copa de ajenjo para ocultar el dolor insondable de la soledad urbana.
POR LAURA BATKIS