Catálogo de la exposición de Analía Zalazar en Espacio Giesso Reich, Buenos Aires, 1998.
Analía Zalazar transita por el límite riesgoso de la abstracción decorativa, desafiando los modelos finiseculares del arte de “alto impacto”, transgresor y abyecto. Ubicada al margen de esta tendencia, apela a la tradición de lo bello, con una simpleza directa y contundente, utilizando la eficacia de la seducción visual. Sus cuadros etéreos y brillantes relucen con láminas de dorado a la hoja que la artista coloca sobre la tela, creando un juego ornamental desmesurado. Arabescos, tramas y estampados de un exotismo oriental conforman sus imágenes que parecen evocar fragmentos de mosaicos bizantinos. La opción estetizante de sus trabajos tiene un anclaje preciso en los movimientos modernistas de principio de siglo, con reminiscencias de Gaudí, Hundertwasser y la divina decadencia de la escuela de Viena. “Empecé mirando los cuadros de Gustav Klimt, especialmente el fondo de El Beso” – confiesa la artista –, que parece una musa prerrafaelita, envuelta en su pálida blancura y un aspecto de fragilidad latente. Sus obras evocan un mundo de placer exasperado, ligado al enamoramiento de la superficie, con círculos, veladuras y transparencias. La opción por lo estético y la belleza extrema la aleja de otra vertiente ornamental de los años ’90, más cercana al kitsch y al camp. Muy por el contrario, propone una exasperación desaforada de la sobredecoración, al presentar sus cuadros con marcos barrocos, ovalados y adornados, con una dialéctica compleja de citas y apropiaciones en las que mezcla con absoluta libertad tópicos tomados del acervo de la historia del arte. Sin ninguna predeterminación, su obra va surgiendo a partir de un proceso lúdico, dejando que el azar dirija la morfología de su imaginación.
Como ideogramas de una liturgia personal, los cuadros de Analía Zalazar son una invocación al goce, invitando al espectador a penetrar en la inefable sensualidad de su fantasía privada.
POR LAURA BATKIS