Buenos Aires, Agosto de 2010. Nº 77.
A 20 años de la creación de la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas, se vislumbra un inesperado interés tanto local como internacional por la “estética del Rojas”. El Museo Blanton de Austin prepara para el 2011 “Recovering Beauty. The 1990s in Argentina” (Recuperando la Belleza. Los años 90 en la Argentina), con la curaduría de Ursula Dávila-Villa que estuvo recientemente en Buenos Aires. Figura clave de esta época es Marcelo Pombo, que está exponiendo en la galería Zavaleta Lab. Laura Batkis lo entrevistó para La Mano.
Laura Batkis: Contame las anécdotas de tus inicios con Pablo Suárez.
Marcelo Pombo: Pienso que a Suárez le debe haber pasado lo que me pasó a mí. Ahora que di dos charlas en la Universidad Di Tella en el Programa para Artistas, y me dieron vuelta la cabeza. Me quedó la cabeza en llamas, durante dos días no podía dormir por todo el intercambio que hubo. De algunos soy amigo como Ana Clara Soler. Me abordaron fuera de la clase mandándome sus cosas. Parecían como muy tiburones “yo, yo, yo, decime, decime,decime” invasivos, demandantes. De eso surgió que voy a dar unas clases la segunda mitad del año. Entonces tuve como un flash que fue un recuerdo en mi juventud que estaba completamente oculto. Me había dado mucha vergüenza, por eso lo olvidé: Fue cuando conocí a Pablo Suárez. En 1986, yo tenía veintiséis años, hacía collages sobre discos de vinilo donde pegaba fotos de rockeros, fotos porno, purpurina…Tenía muchos problemas en mostrar mi trabajo. Entonces Jorge Gumier Maier – que desde el comienzo fue un gran amigo- me dijo: “vamos juntos a ver a Giesso para que te den un espacio en el Centro Cultural Recoleta”. Giesso era el director, y había sido un suceso su gestión. En esa época, en la sala que ahora es de historieta, estaba el espacio joven. Le mostré a Giesso mis discos y me dice que tenía que ir a una clínica para jóvenes que daban Keneth Kemble, Pablo Suárez y Luis Wells, y ellos decidían los que exponían en ese espacio.
Era casi la primera vez que aparece la palabra “clínica”.
Sí, nunca antes habíamos oído hablar de clínica, de curador… la palabra tenía un tono de asepsia. Salgo de la reunión con Gumier y le digo: “¡ay fue un fracaso, me mandan a una clínica!”
Como si te tuvieras que rehabilitar.
Claro, Gumier me calma y me dice que es buenísimo. Yo venía de muchos rechazos de salones, premio. No conocía a Pablo Suárez. Le comento a Londaibere y vamos juntos. Cuando voy, solamente estaba Pablo Suárez. Le muestro mis discos y un nylon que había pintado con aerosoles, al que le había pintado ojitos de muñecas. Era como una capa.
Pablo siempre hablaba de esa capa con ojitos…
Sí, que en realidad no era una capa, pero sí, mencionaba siempre ese trabajo. Te sigo contando, Londaibere siguió yendo… yo fui solo ese día, y no vuelvo nunca más. Suárez fue un divino, me deslumbró por completo y a él le encantó mi trabajo. Me dice “me gusta lo que hacés, desde ya tenés una fecha…” y me da el teléfono. Pasó una semana, llamo a Suárez y le digo: “¿Suárez tenés algún cliente que me puedas pasar que quiera comprar mis cuadros?”. Suárez se quedó balbuceando y me dijo: “si, si te llamo”. Corté y fui tomando consciencia y me avergonzó tanto el desparpajo, era una bestia también muy tiburón. Pablo obviamente no me llamó, y yo no lo volví a ver. Hice la muestra en Recoleta, pero no lo vi. Cuando hago mi primera muestra en el Rojas, me llama Gumier y me dice: “me llamó Pablo Suárez, le encantó tu muestra quiere hablar con vos y que hagan una muestra juntos con Miguel Harte”. Ahí volví a verlo a Suárez y empezó una relación y un amor profundo, inmenso.
¿Ahí empezó el trío Harte- Pombo- Suárez?
Sí, la muestra individual del Rojas fue en octubre del ‘89 y en diciembre de ese año hacemos la muestra los tres.
¿Ahí empezó la amistad fuerte de los tres y el trío?
Sí, el pico es el noventa… Pablo tenía mucha avidez de estar con jóvenes, que es lo que de alguna manera me pasa a mi ahora. No me interesaba dar clases, pero con la invitación de estas charlas me cambió todo. Acepté dar clases en septiembre en la Universidad Di Tella este año. Porque uno puede tener una idea años y cuando se la comunica a otro se da cuenta que tal vez no era tan maravillosa como cuando estaba solo en tu cabeza.
El trabajo del artista sólo en el taller no es tan productivo entonces. Como que es bueno lo que hacían con Harte y Suárez de hablar y hablar…
Sí, pero también creo que hay momentos para todo. Estos diez años de los que vengo de concentrarme en mi trabajo y apartarme un poco del mundo fueron buenos. Porque entre mis veinte y treinta años fue una vida de relacionarme mucho.
Contame de tus inicios.
Fui al Taller de la Flor a los ocho años hasta los trece, después empecé como ayudante de la profesora. Era un taller enfocado a las artesanías más que al arte, que era lo que estaba de moda en esa época a principio de lo años ’70.
Eso tiene que ver por completo con tu obra, que roza el tema de la valoración de lo artesanal.
Sí. En ese taller hacíamos batik, cerámica, esmalte sobre metales…
¿Dónde vivías?
Yo viví hasta los once años en Núñez, después frente a la estación Virreyes hasta los diecisiete y después en Boulogne hasta que me fui a vivir solo. Hice la secundaria en el Nacional San Isidro, fue muy estimulante… trabajaba en una galería en Belgrano con una señora que me daba túnicas de algodón con mangas acampanadas para que pinte honguitos, pájaros… muy onda Little Stone, una tienda de esa época. Después fui cadete en una agencia de publicidad. En 1978 fui a la Pueyrredón, estuve un mes y me fui.
¿Cómo conociste a Gumier Maier?
Por las notas gay que él escribía en Cerdos y Peces. Le mandé una carta, me quería conectar con el Gag (Grupo de acción gay), él era uno de los líderes. Le llevé unos dibujos para mostrarle y ahí lo conocí. Entonces empieza con Gumier una gran amistad. La relación más apasionada fue con Pablo, la más entrañable, serena, reflexiva a través de los años fue con Jorge (Gumier).
Ahora hay un fervor por los años noventa. ¿Cómo ves ahora esa época?
Fue una época feliz, productiva… para mí lo importante de los noventa, situándome un poco en la galería del Rojas, fue como un paréntesis, algo especial que pasó en la historia del arte argentino. Pasó en otros momentos también con el grupo de arte Concreto, con los Madí, el Di Tella. Los noventa tuvieron características peculiares. Era un momento que no pasaba nada en el arte joven, había dos o tres caminos trillados para seguir: como los premios, ser reconocido por Glusberg o Helft, hacer cuadros de 2 x 2 metros, un conceptualismo de buen gusto. Todo era muy pautado y había de mucha relación con el arte internacional. El Rojas fue como una excepción a todo esto.
Un arte más centrado en lo local.
Sí, cuando yo dije esa frase en la Fundación Banco Patricios, que a mi solo me interesaba lo que pasaba a un metro a alrededor, el contexto en el que lo dije era que no estaba mirando lo que hacían los artistas en Europa o Estados Unidos, sino lo que hacían mis amigos que eran los que me influenciaban, y yo a ellos. Y ese era mi metro cuadrado. Un poco porque era el momento del gran abandono de la cultura. Mucho de la estética del Rojas se gesta en el 88, 89 cuando vino la crisis económica en el último momento de Alfonsín con la devaluación y no había esperanzas de nada. Después los primeros años del noventa con el menemismo se abandona un poco la cultura. No había becas ni nada, y fue bueno en un punto porque nosotros ocupamos ese espacio que nos dio Gumier cuando Leopoldo Sosa Pujato le dio un pasillo a Gumier en el Rojas y él hizo la galería. Muchos de los artistas del Rojas no pertenecíamos a una clase social acomodada con la que a veces se vincula la cultura. Éramos algo raro, Benito Laren, Omar Schirilo, Harte, Gordín. Económicamente humildes. Tampoco éramos tan jóvenes porque nos había costado posicionarnos como artistas.
Me contabas hace un rato que no sos un artista de bienales.
No renuncio a ellas, es solo que no participé porque mi trabajo no se presta para eso. Por el nivel de producción escaso, por el tiempo que me lleva cada trabajo. Además, mis cuadros no son ni grandes ni espectaculares. Por otra parte, privilegio el tema de la venta y de la subsistencia. Veo más claro ir a una galería que a una bienal.
Sos un artista bastante solitario, no se te ve mucho en eventos. ¿Te gusta el aislamiento?
No me gusta, querría ser de otra manera, poder ir más a las inauguraciones, tener más vida social. Igualmente, hoy estoy mejor, más autoeducado, antes me costaba más. Es una clave en mi vida haberme autoeducado y eso lleva mucho tiempo.
Sos un artista que tiene la alquimia de transformar el oro en barro.
Sí. Creo que tengo una maldición y un don. La maldición es ver en seguida todo lo horrible que hay en el mundo. Y el don es el deseo de hacer cosas bonitas, como para reparar el dolor que me da ver tanta fealdad en el mundo.
¿Cómo surgió esta muestra Lo profundo del mar en la galería Zavaleta Lab?
Terminé el cuadro Villa miseria en el fondo del mar y ahí surgió el título. Estos seres que viven entre basura, pero hay colores, alegría, burbujas. Puse el título y me di cuenta que mar tiene que ver conmigo Marcelo. A uno le da menos vergüenza pensar en uno que en los demás, creo que hay una villa miseria en el fondo de cada uno, y en el fondo de este mundo. Y como siempre, ornamento. Como siempre, en esta muestra yo decoro la miseria.
POR LAURA BATKIS