Prólogo del catálogo de la exposición “¡A brillar mi amor!” de Genoveva Fernández en Galería Consorcio de Arte. Buenos Aires, octubre de 2005
Los cuadros de Genoveva Fernández ponen en cuestión el descrédito que la noción de “belleza” tuvo en los últimos años. Desde que el genial Marcel Duchamp decidió abandonar la pintura para realizar sus ready mades, comenzó a propagarse un malentendido frente al sentido común de lo que nos conmueve a todos, como si fuera menor por no ser inteligente emocionarse al contemplar el atardecer o sentir bienestar cuando la frescura incipiente de la primavera de pronto aparece. El artista francés simplemente comentó que lo retiniano lo había fatigado un poco, y que quería investigar ese asunto del movimiento en la materia gris del espectador. Un cambio radical en las artes hasta entonces visuales, que dio nacimiento al arte conceptual. Mientras nacía el arte de ideas, Marcel volvía a darle importancia a la mirada en su último trabajo, Etant Donnés.
El pudor frente a lo estético llegó a tal punto de tener que escribir un prólogo para esta muestra casi intentando justificar por qué una artista elige el camino de lo que le gusta, como si el mero acto de seguir el sendero solitario de una elección privada fuera algo que hay que legitimar.
Las obras de Genoveva se asientan sobre estos temas tan arbitrarios como la belleza, el gusto y el placer. Ese placer extasiado de los espectadores observando a las modelos que circulan por la pasarela de un desfile. El placer voyeurista de la mirada del mundo desde el jardín, sin entrar en él, sino participando desde afuera como un observador. Todos los mecanismos de la seducción están activados en las representaciones de esas mujeres esculturales y semidesnudas, envueltas en organza, purpurina brillante y plata. Colas perfectas, espaldas armónicas, cabellos platinados. La imagen ideal está ornamentada hasta el mínimo detalle con estampados que se parecen a los cuadros de Gustav Klimt y a la tendencia decorativa de la Secesión Vienesa.
Sus mujeres tienen rasgos de un ícono de devoción, como objetos litúrgicos para ser venerados. La grilla superpuesta de círculos, manchas, puntos y fondos dorados acerca estos trabajos a toda la tradición bizantina del arte oriental.
La moda como parte del arte hizo su ingreso hace sólo una década, cuando Germano Celant inventó la Bienal de Arte y Moda en Florencia en 1996. En un cuidadoso relevamiento histórico, mostró cómo los aguerridos futuristas hacían proselitismo de la guerra enfundados en chalecos de colores casi psicodélicos, la obsesión por el vestuario de las vanguardias rusas, la importancia de Oscar Schlemmer en la Bauhaus con la creación de diseños de indumentaria. Y así hasta llegar hasta los artistas más recientes como Jana Sterbak y su traje para una albina anoréxica hecho con bifes cosidos para reflexionar sobre los desórdenes alimentarios como un nuevo mal de este siglo.
El culto a la imagen a cualquier costo también fue tema del arte cuando en 1992 Jeffrey Deitch organizó la muestra Posthuman en Suiza (Museo de Arte Contemporáneo de Lausania). El curador reunió obras que ejemplificaban las consecuencias aterradoras de la manipulación corporal en pos de un modelo de belleza arbitrario que lucra con la salud de la población. El uso y abuso de la ingeniería genética y la cirugía plástica fue creando un modelo posthumano de belleza que reemplaza la naturaleza humana mediante la construcción de una identidad ficcional.
Frente a esa idea de belleza artificial y globalizada del replicante contemporáneo, Genoveva nos invita a volver a gozar con puro placer de eso que alguna vez nos fue familiar y cercano: el cuerpo de una mujer desnuda, que con su piel aterciopelada nos mira desde sus tacos aguja desafiándonos a observarla de lejos, así, sin tocarla.
Sintiendo como el movimiento en la materia gris se junta con el sudor de la atracción visual que nos perturba por la intensidad de su ardor y entonces sucede esa emoción razonada, que solo sucede a veces, como en el arte.
POR LAURA BATKIS